Ana Pastor y la lealtad al Estado

OPINIÓN

Chema Moya

02 mar 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

No recuerdo el nombre de ninguna mujer que tenga un currículo político igual o superior al de Ana Pastor Julián. E incluso en términos absolutos, creo que solo Mariano Rajoy, el amigo que le propuso dejar su profesión de médico para dedicar algunos años al ejercicio de la política, se puede comparar con ella. No hablo del poder, en el que es fácil encontrar a bastantes personas que alcanzaron, en ciertas circunstancias, algunas cotas que ella ni siquiera persiguió. Hablo de experiencia, de entrega y de perseverancia, ya que nadie sirvió tanto tiempo, en tan diversas responsabilidades, con un expediente inmaculado, y coronando la que por ahora fue su última labor -presidenta del Congreso-, con el aplauso cerrado, unánime y sincero que le brindaron los diputados de la legislatura más bronca, fragmentada, incorrecta e impredecible de toda la democracia. 

Médico y funcionaria en toda su vida profesional; diputada en seis legislaturas; subsecretaria en tres ministerios (Educación y Cultura, Presidencia, e Interior); ministra de Sanidad y Consumo y de Fomento, y presidenta del Congreso durante la presente legislatura, a Ana Pastor no se le atribuye ninguna irregularidad ni grande ni pequeña, ni se la considera fallida en ninguno de los grandes retos que asumió. Y, lejos de haberse desgastado en el ejercicio de tantas responsabilidades de gobierno, todo apunta a que forma parte del escaso capital humano, con proyección de futuro, del que dispone hoy la dolorida y devaluada política española.

Es cierto que siempre fue una política de equipo, muy bien protegida por los que disfrutaron de su colaboración, y pocas veces obligada a tomar en solitario decisiones arriesgadas en las que otros políticos, también eficientes y ejemplares, se jugaron en un solo lance una labor de decenios. Pero también es verdad que su acceso a la presidencia del Congreso en el año 2016, que algunos consideraban como un privilegiado refugio en tiempos convulsos, acabó poniendo de manifiesta sus dotes de mando, su flexibilidad política, su excepcional equilibrio, su temple ante los conflictos coyunturales, y su prodigiosa capacidad para el ejercicio institucional de un cargo tan visible y comprometido a partir del momento en que la moción de censura del pasado junio dejó el Congreso al borde de la ingobernabilidad.

El aplauso que le ofrecieron espontáneamente todos los diputados certifica, y al mismo tiempo hace innecesarios, todos los elogios. Su reivindicación del Congreso como espejo de la política española nos habla, también, de su defensa radical del hecho democrático. Pero hay una virtud de Ana Pastor que seguramente deba ser recordada un poco más allá de lo que sus compañeros homenajearon. Esa virtud es la lealtad absoluta a su deber y a su país, que le permitió ser igualmente leal con su partido, con sus ideas, con las instituciones y con todos los grupos políticos que hubo de arbitrar en muy complejas circunstancias. Todo ello la define como «una mujer de Estado».