Cuando la fama relega al saber

OPINIÓN

02 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Hasta hace cuatro días ni me acordaba, ni apenas sabía nada, de Pepu Hernández, que fue exitoso seleccionador nacional de baloncesto, y admirado entrenador del Estudiantes, y a quien el dedo desesperado de Pedro Sánchez designó como candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid. Precisamente por eso, porque nada sabía de él, tampoco tengo nada contra él. Y hasta me apetece decir que, visto el empeño con que le están pasando el algodón de Don Limpio -un método de prueba que en política casi siempre engaña- me empieza a caer más simpático que sus contrincantes.

El objetivo de este artículo no es, en consecuencia con lo dicho, cuestionar a don Pepu, ni a su mentor, sino comentar la preocupante frecuencia con la que los partidos le encomiendan sus crisis y problemas a lo que podríamos llamar ‘gente guapa’ -actores, cantantes, deportistas, modelos, músicos o escritores- que, sin haber tocado un solo balón en la cancha de la política, ni haber demostrado más cualidades que las propias de su oficio, pasan a encabezar las listas electorales en calidad de aportes fundamentales, o bálsamos de Fierabrás, en momentos de crítica complejidad. Y en esto, últimamente, están todos: el PP con Ruth Beitia y Marta Domínguez; el PSOE con Pepu Hernández y Pedro Duque; y Ciudadanos con Imbroda y Toni Cantó; Junts pel Sí con Lluis Llach, y muchos otros. Pero también podríamos sorprendernos de la extraña acumulación de gente guapa que, sin tener cualidades artísticas, agotan las nóminas de líderes y lideresas que, cortados casi todos por el mismo patrón, constituyen un universo político cuyas características evolutivas debería explicar el mismísimo Darwin.

Lejos de ser típicamente española, esta fiebre nos llega mucho después de que las misses ocupasen docenas de alcaldías de Venezuela, Colombia o Brasil; de que los Estados Unidos viese a sus actores como presidentes de la nación y gobernadores de sus estados; de que Italia eligiese a Cicciolina y otras cabezas de similar amueblamiento; y de que, en un marco admitido con total normalidad, las rancias monarquías europeas sigan seleccionando a sus reinas por lo lucidas -¡no lúcidas!- que resultan, o por lo bien que visten… la institución.

Platón ya los vio venir a principios del siglo IV antes de Cristo, y por eso describió como «timocracia» (República, 548 a, y ss.) la forma degradada del poder en la que los altos cargos y magistrados, en vez de ser seleccionados por sus conocimientos y por su bien orientada dedicación a lo público, lo son por su fama, su físico, sus cualidades atléticas, o porque el lucimiento y los honores se anteponen al buen gobierno del Estado. La idea platónica de que «cada uno se dedique a los suyo» fue laminada, ya con Aristóteles, por el hiperrealismo político que implica toda democracia. El ídolo de nuestros días es la igualdad absoluta. Pero no deberíamos olvidar que, cuando la timocracia enseñorea la política, constituye un síntoma de grave crisis y decadencia que todos deberíamos temer.