Lunes, 10 de julio del 2000
En Francia, como si fuese Juana de Arco o Brigitte Bardot, se venden reliquias de François Mitterrand. ¿Qué reliquias? Pues libros, camisas, zapatos, cabellos; y dicen que la misma próstata que lo llevó a la eternidad se ha seccionado en trocillos, y con garantía de autenticidad se venden en los mercados como pan bendito. ¿No se troceó a Santa Teresa y sus tajadas no se exponen en templos y conventos de Castilla? Uno de los brazos acompañaba a Franco en sus viajes y meditaciones.
Esto no infiere que Mitterrand haya alcanzado la santidad laica, sino que los gustos y modas galas van por ahí. Pero Mitterrand está viviendo paralelamente un período dialéctico de acusaciones. Se ha descubierto, por ejemplo, que como cualquier fontanero, escuchaba tras las puertas. Costumbre semejante costó a Nixon la presidencia de Estados Unidos. Y parece que a Mitterrand le va a costar su altar en la Historia.
Ya sabemos que en el hombre es bastante más valioso lo que esconde que lo que revela. Esconder es un principio político y maquiavélico. Los políticos revelan que el derecho a mirar por la cerradura y escuchar tras los tabiques son fundamentales para su sobrevivencia. Y el que lo niegue sea anatema, concluyeron rotundos.
Pero hablábamos de las reliquias de Mitterrand. Me parecen bien estos fetichismos. Un amigo mío guardaba como tesoro una hebra del bigote de Castelar. Yo -lo confieso- fui exclusivamente a Niza, no para saborear el Paseo de los Ingleses ni para admirar la fabulosa araña de cristal de Murano que cuelga del salón real del Negresco, sino para retratarme al lado del apolíneo portero de este hotel y guardar como reliquia la fotografía. ¡Qué estatura y torso, qué rojos tudorianos y oros imperiales los del uniforme, qué silencio y cuadratura del círculo los de su presencia! El silencio no le impidió sonreírme y estirar la mano. Fueron mil francos. Pero hoy, por esa calderilla, no venden ni un botón de la bragueta de Alfonso Guerra.