El arroz de Pablo Iglesias

OPINIÓN

Alberto Estévez | efe

19 nov 2018 . Actualizado a las 08:07 h.

En esta política de nieblas y ocasos que vive España, la posición de Pablo Iglesias puede describirse usando dos alternativas extremas: que está haciendo la paella de su vida, o que se le está pasando el arroz. Los que escogen la primera dan por hecho que la moción de censura, que convirtió a Podemos en el socio necesario de Sánchez, también elevó a Iglesias a la condición de vicepresidente fáctico del Gobierno, desde la que se hizo más visible como político, con más acceso a los rangos y formas institucionales que caracterizan el poder, y con una enorme capacidad de decisión sobre las políticas públicas. Desde su nueva posición -dicen- Pablo Iglesias negoció los presupuestos, controló la TVE, configuró las relaciones con Cataluña y prodigó su imagen de columna vertebral del sanchezismo.

Como consecuencia de esta visibilidad social, y de esta fuerte influencia en la Moncloa, a Iglesias también se le presume el control absoluto de su propio partido, como ganador de todos los pulsos que se le abren en los territorios, en las confluencias y en sus coaliciones de poder, y como el estadista de referencia para todos los círculos de interés e influencia que se están generando en torno al errático liderazgo de Sánchez. Y por eso hay mucha gente que piensa que Iglesias es, en realidad, el rey del mambo, o el líder mejor posicionado cara a la formación de una clase política destinada a hacer -en forma de revolución blanda- una nueva transición.

Pero a Iglesias también se le puede ver, sensu contrario, como el inquieto e inexperto líder al que Sánchez deja colgado de la brocha cuando le fallan sus presupuestos, sus relaciones con la caterva independentista, sus utopías sociales y sus intentos de multiplicar los panes y los peces; o cuando los podemitas quieren ilustrar su afán de limpieza y regeneración política a costa de las pequeñas miserias que anegan el Consejo de Ministras y Ministros. De hecho es posible decir que, mientras Sánchez disfruta la Moncloa con la fruición del niño que lame su helado, Iglesias se relame de las heridas que le producen los fracasos de la coalición, la tozuda resistencia de los problemas, la fugacidad de las soluciones teóricas y la sensación de que toda su habilidad y su retórica se quedan en nada cuando Sánchez rectifica y no le hace ni caso.

Sánchez tiene poder e Iglesias no. Sánchez tiene un amiguete que le pone de primero en las encuestas mientras a Iglesias lo pone de cuarto. Sánchez no se moja en las negociaciones, en las cárceles, en los asaltos a las televisiones y en la demagogia discursiva, e Iglesias se va deshaciendo en jirones al mismo ritmo que el Gobierno fracasa en casi todos los frentes. Sánchez engorda su partido, su álbum de fotos y el grupo de sus turiferarios, mientras Iglesias se distancia de Carmena, de Colau, de Bescansa y de todas sus confluencias. Por eso creo que Sánchez se está poniendo las botas, mientras a Iglesias -es la segunda alternativa- se le está pasando el arroz.