15 a 13: el Supremo logra la unanimidad

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

07 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

El extravagante comportamiento de la Sala Tercera del Supremo en una cuestión de inmensas implicaciones sociales y económicas -quién (los particulares o los bancos) debía pagar el impuesto sobre actos jurídicos documentados (AJD) cuando se constituye una hipoteca- solo es comparable, aunque sea sin duda de gravedad muchísimo mayor por ser el alto tribunal un poder público, a la demagógica actuación de los que en estos días de espera han asimilado tal controversia jurídica a las derivadas de la fijación por los bancos de cláusulas suelo o de la venta bancaria de participaciones preferentes.

Sin embargo, la diferencia es sideral entre, de un lado, el pago de un impuesto y, de otro, los contratos que un banco puede celebrar: quienes fijaban las cláusulas suelo eran las entidades financieras en los préstamos concertados con sus clientes como contratos de adhesión del tipo lo tomas o lo dejas. Y eran esas mismas entidades las que, aprovechándose en muchos casos de la ignorancia de pequeños inversores, les colocaban preferentes. Tal fue la razón por la que se entendió que en uno y otro supuesto, aunque distintos, podía estar produciéndose un abuso o un engaño a sus clientes por parte de los bancos, lo que llevó a los jueces a decidir que estos tendrían que devolver a los primeros lo irregularmente cobrado o lo vendido con engaño.

El caso del AJD resulta incomparable por una sencillísima razón: porque son los poderes públicos los que, en uso de su potestad tributaria, establecen, los impuestos y los que determinan quien debe pagarlos. Dicho más claramente: el impuesto venían liquidándolo -y, tras lo decidido ayer por el Supremo, seguirán haciéndolo- los particulares a sus respectivas comunidades y en el porcentaje que cada una establecía, y no los bancos, por una única razón: porque así lo determinaba la legislación adoptada por quien tenía el poder para aprobarla.

En un Estado de derecho, nada impedía por supuesto que, en su labor interpretadora de la ley, el Tribunal Supremo cambiase de criterio sobre quien debía pagar un impuesto, aunque habría sido de esperar que, al hacerlo, se comportasen los jueces más cualificados de España con un grado de responsabilidad y seriedad que en este caso ha brillado completamente por su ausencia.

Tanto que, al final, más allá del sentido concreto de su resolución, nuestro Tribunal Supremo -órgano judicial que, tras una apretadísima votación, optó por mantener las cosas como estaban- ha conseguido lo que parecía imposible en materia tan controvertida: la unanimidad. En efecto, no debe haber un solo ciudadano, incluidos los 28 magistrados que ayer emitieron su voto, que no crea que el máximo órgano judicial español ha adoptado su decisión de la peor manera imaginable en un momento en que la forma de actuar de la judicatura está en el centro de todas las dianas.