Ser natural y tener algo que te distinga es la única ruta en medio de la tormenta de inutilidad que vivimos. Es la auténtica excelencia en este confuso siglo XXI. Lo de ser natural y distinguido ya lo había escrito Proust, en boca de una de sus tías o abuelas, como la perfección humana en En busca del tiempo perdido. Pero hoy se hace más necesario que nunca recuperarlo. En el imperio del plagio, de la copia descarada que se vende como un homenaje en el que se olvida citar al fusilado, es importante que nuestros hijos sepan que cualquier ser humano tiene talento y que lo único que hay que hacer es alfombrar el camino para que pueda trabajarlo. Que siempre se mejora con el esfuerzo. Y que el éxito no son los likes de las redes. Las redes son el territorio del corta y pega. Las fotos de Instagram son todas sospechosamente iguales. Se hace difícil hasta distinguirlas. Las mismas poses. Los mismos chistes. Tan lejos de ese camino diverso con el que triunfaron genios como Gila o Eugenio, inclasificables. Como escribió Andreu Buenafuente, Eugenio, con esa pinta de flamenco, contaba los chistes como nadie. Ahí está la clave. Intentar hacerlo como uno mismo para ser como nadie. Hoy cada vez más profesionales escriben sus artículos o hablan en las tertulias después de (ad)mirar las ocurrencias sobre un tema en las redes. Fusilan los mejores juegos de palabras de Twitter o de los comentarios de las webs de los periódicos sin citar. El reto es seguir enfrentándose al folio en blanco como a una piscina vacía a la que te tiras desde un acantilado. A ciegas. Con el corazón en la boca. No somos simios para limitarnos a imitar gestos, a calcar pensamientos de corrientes mayoritarias. Eugenio, dijo también Buenafuente, fue viral antes de que existiese Internet. Gila, otro tanto. Hacer las cosas de forma natural y ponerle un punto de distinción es lo que importa. Y si lo hacemos con humor, entonces, genial.