El museo de los errores

Francisco Ríos Álvarez
Francisco Ríos LA MIRADA EN LA LENGUA

OPINIÓN

03 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

«Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo». Este disparatado texto, atribuido a La muerte de Mongomer, de un tal Henri Zvedan, forma parte de una antología de errores de escritores y periodistas que ha alcanzado gran difusión desde que Roberto Bolaño la incluyó en su novela 2666, publicada en el año 2004. El escritor utiliza para ello una conversación de dos correctoras de imprenta sobre los lapsus calami, los errores en que se incurre cuando se escribe. La locución latina, que literalmente significa ‘error de pluma’, es definida por el Diccionario como «error mecánico que se comete al escribir». Más parece un error material, en el que se cae, por ejemplo, al pulsar la tecla de una letra por otra o trastocando el orden de dos sílabas en una palabra, que un error de pensamiento. La fuente de Bolaño pudo ser un artículo publicado en 1998 por José Martínez de Sousa, que ya había recogido una muestra del catálogo de disparates en su Diccionario de tipografía y del libro, de 1974. El especialista gallego atribuye la selección de perlas («-Empiezo a ver mal -dijo la pobre ciega» [Beatriz, de Balzac]) a una obra publicada en París en los años veinte, Le musée des erreurs, uno de cuyos autores es el célebre humorista y gastrónomo Curnonsky. Otras piezas eran contribución de la colección de erratas y errores de un austríaco Max Sengen. De este supuesto escritor y de su obra no hallamos más información que su relación con este asunto. Los primeros extractos de la lista los encontramos en el semanario argentino Caras y Caretas y en la revista brasileña P’ra Você, ambos de 1930.

 

 

 

A falta de las ediciones originales, hay que dar las citas por buenas, aunque sin descartar que haya apócrifos. He aquí una pequeña muestra: «La tripulación del buque tragado por las olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas condenadas a la miseria» (Dramas marítimos, Gaston Leroux). «-¡Vámonos! -dijo Peter buscando su sombrero para enjugarse las lágrimas» (Lourdes, de Zola). «Tenía la mano fría como la de una serpiente» (Ponson du Terrail). ¿Cómo se le pudo escapar esto a Alphonse Daudet?: «El duque apareció seguido de su séquito, que iba delante».