La llamada normalización lingüística (denominación alarmante, a poco que se piense) se presentó inicialmente en el País Vasco, Galicia y Cataluña como una reparación histórica destinada a revertir los efectos de la persecución de las lenguas vernáculas durante el régimen franquista. Se presentó, para entendernos, como una reivindicación bueniña, que a nadie podía molestar porque no se dirigía contra nadie, sino solo a favor de los idiomas minorizados (tal era la palabra) por efecto de la imposición política del castellano sobre las demás lenguas españolas.
Pronto pudo verse, sin embargo, que quienes así planteaban la cuestión suponían una reducida minoría entre los defensores de la normalización, pues aquella acabó siendo utilizada para algo muy distinto. El proyecto del nacionalismo gallego, vasco y catalán no era reparar una injusticia sino intentar cometer otra, contraria, pero de similares proporciones: acabar con el castellano como lengua común de los españoles, a base de exterminarlo de la enseñanza, la vida institucional, los medios de comunicación públicos y, en fin, de todos los ámbitos que se pudiesen controlar desde el poder. Para ello era necesario, además, emprender una batalla ideológica destinada a minorizar a los hablantes de la lengua común, considerándolos unos traidores a su idioma de verdad y a su país.
Este proyecto demencial, sectario y autoritario, no triunfó ni en el País Vasco ni en Galicia. Allí porque la nula intercambiabilidad lingüística entre el castellano y el euskera hacía imposible acabar con el primero. Aquí, donde la intercambiabilidad castellano/gallego es muy notable, el proyecto de extirpar desde el poder el castellano fracasó porque los nacionalistas solo ejercieron el mando regional durante cuatro años y en una posición subalterna respecto de los socialistas.
Pero en Cataluña las cosas evolucionaron de forma muy distinta. Gobernada siempre la comunidad por los nacionalistas (incluso en las dos legislaturas con presidente socialista), la imposición lingüística ha sido el caballo de Troya de esa llamada construcción nacional que ha terminado en una insurrección institucional contra nuestro Estado democrático. La sistemática laminación del castellano de la enseñanza y de la vida pública regional y local durante los 38 últimos años no ha perseguido crear catalanohablantes sino crear nacionalistas catalanes, valiéndose de la lengua como principal instrumento de manipulación.
Por eso cuando ya harta de imposiciones una parte significativa de la sociedad catalana se ha levantado contra la imposición nacionalista, los autodenominados comités de defensa de la república (los nuevos camisas pardas del nacionalismo xenófobo y fascista) han reaccionado brutalmente para impedirles manifestarse y expresarse. Porque la clave para que en Cataluña el dominio nacionalista no retroceda es que no consiga avanzar la libertad.