Cenizas de Brasil

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed Carosia

09 sep 2018 . Actualizado a las 13:55 h.

El Museo Nacional de Brasil se encuentra, o se encontraba, en el palacio de São Cristóvão, que fue residencia de los reyes portugueses exiliados durante la invasión napoleónica y de los emperadores brasileños después de su independencia. Luego pasó a albergar el Museo Nacional de Brasil, hace doscientos años. Y doscientos años más tarde, justamente el domingo pasado, ha recibido la visita de la que ningún museo quiere ser anfitrión: la del fuego, un huésped curioso y culto que tiene la costumbre de elegir siempre lo más valioso y destruye todo lo que mira.

El fuego comenzó a las siete y media, cuando el museo ya había cerrado. Al parecer se inició en la segunda planta, donde se hayan la mayoría de las colecciones permanentes. Había dentro del edificio cuatro guardas, que salieron huyendo. El fuego prendió primero en los hermosos muebles que había llevado Juan VI de Portugal escapando de Napoleón, lamió con su lengua negra los hermosos frescos que había traído de Pompeya la emperatriz Teresa Cristina, y se extendió luego a la colección egipcia. Ardían las momias traídas de tan lejos y las excavadas en América Latina. Ardían las colecciones de especímenes de la fauna brasileña. Era como si el fuego tuviese una de las guías que venden en la planta baja, porque iba destruyendo la historia de Brasil casi por orden: el fósil del ser humano más antiguo conocido en las Américas (Luzia), la prehistoria, el arte precolombino… Las llamas cayeron voraces sobre las salas de etnografía, donde volaban chisporroteando en el aire caliente las plumas multicolor que un día adornaron a las tribus amazónicas, los tocados de fiesta y guerra de los tikunas, de los tucanos, de los mehináku, de los nambikuára… Los collares de cuentas se derretían con el calor, las flechas, las cerbatanas y las máscaras rituales: todo calcinado en pocos minutos. En algunos casos era lo único que quedaba de naciones enteras que ya han desaparecido, ahora por completo. Y en otra sala cercana ardían los pájaros disecados de los que habían salido aquellas plumas coloridas.

Llegaron los bomberos, pero los depósitos de agua no tenían presión suficiente. Hubo órdenes y contraórdenes, confusiones y dudas. El fuego proseguía. Se ensañó entonces con la cultura afrobrasileña y africana. El hermoso trono en madera que le había regalado el rey de Dahomey al de Portugal para sellar su culpable alianza esclavista fue presa de las llamas. En seguida le tocó su turno a la herencia de los blancos de Brasil: el trono imperial también se consumió en pocos minutos. El fuego se asomó a la ventana por la que había espiado con lujuria el emperador Pedro a su amante, la marquesa de Santos, y se entretuvo brevemente repasando las melancólicas páginas del diario de su infeliz esposa, la emperatriz Leopoldina, madre de siete hijos y de la independencia de Brasil. Y finalmente el fuego bajó al primer piso para terminar su trabajo con una presa que no podía ser más simbólica: quemó la sala donde se firmó la independencia del país, y más tarde se proclamó su república. Solo se salvó un meteorito, un objeto de otro mundo.

En total, se han perdido veinte millones de objetos y especímenes. Brasil es ahora un país sin recuerdos. O, mejor dicho, sus recuerdos son solo ceniza. Allí, en el esqueleto del palacio que fue sede de sus grandes sueños de imperio, soberanía, orden y progreso, están todos los que han hecho Brasil (los indios del Amazonas, los colonos portugueses, los esclavos negros, imperialistas y liberales, ricos y pobres), por fin todos unidos al menos en la melancolía de la pérdida y convertidos en la misma ceniza gris.