El asesino de Cabana lo tenía muy claro

OPINIÓN

BASILIO BELLO

23 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Mientras miles de expertos se preguntan cómo es posible que -en el cénit de la civilización, con todas las leyes penales y procesales reformadas ad hoc, con la cantidad de recursos policiales y sociales que se aplican al caso, y con el nivel de concienciación social y mediática que nos gastamos-, se sigan produciendo tantos crímenes machistas. Julián Gil, el vecino de Cabana que mató a su mujer, se acaba de explicar con tal claridad y contundencia que solo no lo entenderán los que -por oficio o prejuicio- no quieran entenderlo.

Abrumado por su decisión, con el cadáver de Ana Belén abatido sobre el suelo, discutiendo -¡sabe Dios de qué!- con su hijo mayor, y ante la angustiosa imprecación de su cuñado, Julián Gil respondió: «Un home ten que facer o que ten que facer». Respuesta que deja el crimen probado y aclarado, y que interpela a toda la sociedad sobre si estamos orientando bien la lucha contra el machismo o seguimos gastando en postureo una parte del dinero que tranquiliza nuestras conciencias.

Lo que dijo Julián Gil, en tan escuetas y tautológicas palabras, es que era consciente de la condena moral que se le venía encima; y de que la ley carga sin contemplaciones contra la violencia machista. También dijo que, con su mujer muerta, sería un proscrito social para toda su vida, que sus hijos habían quedado huérfanos de madre -y casi de padre- en el momento más inoportuno de sus vidas, y que el resto de la familia se tenía que encargar de gobernar y paliar tan descomunal desfeita. Pero también apuntaba -en el meollo de su frase- a que, en la concepción de hombre que le inculcaron, anida una convicción interior -un nomos, decían las tragedias griegas- que se situaba por encima de toda norma positiva y de toda moral objetiva, y que le había obligado a hacer, en defensa de su identidad social, tales barbaridades.

Lo que nos recuerda Julián Gil es que la ley protege y castiga hasta donde puede, que la vigilancia policial evita muchos casos al borde del abismo, que la condena moral pesa como una losa sobre toda la vida del asesino. Pero nada pueden hacer contra un nomos, trágico y fatal, que se ha instalado en una persona a modo de identidad existencial, hasta hacerle creer que no cumplir su trágico destino es equivalente a morir indignamente.

La solución tiene que venir por ahí. Por desmontar la fuerza de una identidad que, para afirmarse, está dispuesta a suicidarse o a aceptar que todas las consecuencias son inexorables. Y contra eso no son suficientes -aunque sí necesarias- la ley, la policía, la cultura y la conciencia.

Es necesaria una concepción moral del hombre que pluralice los fundamentos de su propia identidad y modifique el nomos que la define y la rige. Y en eso -creo- estamos más peces que nunca. Engreídos sobre el humanismo inmanente -casi un contrasentido-, mientras las influencias perversas -las que construyen el «ten que facer»- fluyen sin gobierno, mezcladas en todos los vientos.