Experiencia de un lector de prensa

Gonzalo Torrente Ballester

OPINIÓN

29 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Si inveterarse quiere decir envejecer en algo (en una profesión, una afición), no estará mal que me defina como lector de prensa inveterado. Recuerdo que, de niño, traían a mi casa La corres, que era el nombre que se daba, según la moda madrileña, a La correspondencia de España, órgano entonces de información y de opinión, y si bien no he olvidado de qué informaba -la lucha sindicalista, la guerra de África, la huelga de hambre del alcalde de Cork- se me pasó hace ya muchos años cuál era su opinión, en el poco probable caso de que lo haya sabido nunca, pues por aquel comienzo de los años veinte no creo que me preocupase especialmente. 

Es probable que fuera liberal, porque lo eran en mi casa, aunque como las cosas entonces andaban algo confusas, y había quienes profesaban de liberales-conservadores, o de radicales-socialistas, no estoy bastante seguro. La corres desapareció hacia 1921 o 22, para ser sustituida inmediatamente por el hoy desaparecido Informaciones, al que le cupo la misión de informarnos de lo más grueso de la guerra de Marruecos. 

Me parece que entonces se discutía la cuestión de quién era el responsable del desastre, y también que se cargaban las tintas, ya de por sí violentas, de aquellos acontecimientos. Me suena un nombre de cronista, El Tebib Arrumi, y un título también, La tragedia prevista, que no fueron los únicos de los de aquel momento, pues por la memoria me andan otros ecos que no consigo precisar: lo haría si hubiera a mano una colección de Informaciones. 

El tiempo que nos duró esta lectura, no lo sé: andábamos de un lado a otro, seguramente cambiábamos de diario en cada sitio; pero ya entrado en la adolescencia, aparece un nombre que lo domina todo y que persiste durante muchos años, persiste hasta la guerra civil. Es el de El Sol. Y ya no como diario de la familia, sino en cuanto preferencia personal. Imagino que a mucha gente de mi edad le habrá acontecido algo semejante a lo mío, es a saber, que faltos de otras direcciones y de otras maestrías, hicimos de aquel periódico nuestro orientador y conductor. Eran, en un principio, los tiempos de Primo de Rivera, pero también los de la literatura española de vanguardia, los del primer intento de asomarnos a Europa y de europeizarnos, y no según prescripción, programa de políticos, que en eso no se metían ni creo que tuvieran gran conciencia del problema, sino con suma de voluntades individuales bien informadas. 

Muchos otros leí después, pero El Sol de aquellos tiempos continúa siendo mi modelo y mi término de comparación o punto de referencia; buenos los que lo igualan o superan, malos o regulares los que no le pisan los talones. Más de cuarenta años después, van a él mis añoranzas, cuando lo de ahora me deja insatisfecho. 

La rebelión de las masas

Llegué a conocer y a leer el New York Times, que es hoy sin duda el mejor periódico del mundo, y aunque no los haya admirado, reconozco que sus números dominicales son justamente lo que apetece para leer durante la semana el ciudadano medio de una parte de los Estados Unidos. Reconozco también, y asevero, que los que escriben el N.Y.T., tienen un modo de redactar las noticias que pone cátedra en el resto del mundo, pues con las menos palabras posibles saben decir lo esencial y necesario, saben decirlo de una manera incisiva, suficiente y difícilmente olvidable, al menos durante las veinticuatro horas inmediatas a la lectura. No puedo precisar ahora si los que redactaban El Sol manejaban con ese arte el de la noticia, aunque posiblemente haya sido así, a juzgar por las plumas excelentes que en aquella casa se pulieron; pero sí puedo decir que cuantos españoles lo leían (no tantos, por supuesto, como los del N.Y.T.) hallaban en sus páginas lo que buscaban tanto en el orden de la opinión como en el de la información. Hay un aspecto, sin embargo, en el que El Sol, si no a superar, llegó al menos a igualar a los mejores de su tiempo, y fue en la calidad de sus colaboraciones: es suficiente decir a quien no se haya enterado que en sus folletones publicó Ortega buena parte de sus obras, entre ellas nada menos que La rebelión de las masas, ese libro que solo la bellaquería también inveterada de algunos celtibéricos ha podido considerar fascista. No sería muy fácil, y sí bastante largo, enumerar las plumas que acompañaron a la de Ortega durante muchos años, pero buena parte de ellas figuró en la nómina de la emigración intelectual, otra coincide con la del veintisiete, y de estas y de algunas otras aún sobreviven bastantes. 

Incluido en ese tono de calidad que la presencia de Ortega imprimía al diario, estaba el caricaturista Bagaría, olvidado no me explicó por qué razones, y cuya obra maestra, aquel fresco que había pintado en la redacción de El Sol, al que llamaban El Parnaso, con Ortega presidente y centro de la composición, se lo llevó, la marabunta a su paso por Larra 8, y conste que no me refiero a las milicias republicanas ni a otra clase de milicias, sino sencillamente a la majadería y al resentimiento. ¿Cómo no reclamaron los propietarios del edificio, al recobrarlo, daños y perjuicios? 

Aquel fresco era una obra de arte y un documento. Pues bien: lo son también las caricaturas que Bagaría publicaba diariamente en el diario, índice de la historia española y universal de aquellos años. ¡Cómo me gustaría verlas recogidas en un volumen, que sería al mismo tiempo revelación y reparación de una injusticia! 

Primer contraste

Al modo de otros periódicos de su tiempo, El Sol publicaba al día varios editoriales, y le faltó el detalle (para eso hace falta ser inglés) de que uno de ellos fuese humorístico. Su sección cultural era amplía y responsable, y en las provincias la esperábamos como agua de mayo. ¡Como que hasta de toros hablaba, siendo antitaurino, aunque siempre bajo el marbete de La llamada fiesta nacional

Hay que añadir, por aquello de la justicia, que al mismo tiempo que El Sol se publicaba El Debate, técnicamente tan bueno, algo inferior en su calidad intelectual, porque Ortegas no había más que uno, pero también gran diario, guía evidente de una de las dos Españas. Pocas cosas puedo decir de él, porque no lo frecuenté, pero algo tendría cuando fue reiteradamente prohibida su publicación acabada la guerra. No sé por qué sospecho que ahí detrás se oculta una de esas historias personales que tan graciosas resultan cuando aparece alguien que las relate con gracia.

 Tras lo dicho, no resulta difícil averiguar qué es lo que apetezco en cuanto frecuentador de los diarios. A quien comienza confesándose lector inveterado, las noticias en sí no constituyen problema, pues manipúlense como se quiera, siempre se acaba por sacarles la verdad que intentan enmascarar. Así, pues, como tal órgano de información, cualquiera de ellos me sirve, y lo único que me desespera es lo mal redactados que vienen, sin excepciones. Aquí se advierte el primer contraste. Las titulaciones son horrendas, y los textos, con frecuencia, rompecabezas escritos en un lenguaje intraducible, aunque pintoresco.

Me dicen, que los profesionales no hacen más que pegar en la cuartilla el telegrama como viene. No sé si será cierto, mas, si lo es, no es por ese camino por el que se aprende a ser periodista. Cuando yo llegaba por las mañanas a la redacción de La Tierra, durante aquellos meses de 1930 y de 1931 en que figuré en su redacción, me esperaba en mí mesa el montón de telegramas que yo había de redactar sin otra consigna que decir todo claramente y ocupar el menor espacio posible. Si Azorín y Machado, en dos textos famosos, me mostraron la teoría, la práctica del periodismo la aprendí allí, pasando telegramas a cuartillas, no pegándolos. Puedo añadir que una falta de ortografía sería entonces causa bastante para que le pusieran a uno en la calle, y que si por descuido de algún corrector salía el diario a la calle con una de ellas, aunque fuese achacable a errata, entraban el diario y quienes lo componían en una especie de penitencia cuaresmal hecha de pundonor y de vergüenza. Afortunadamente, ciertos mitos del periodismo moderno no se barruntaban todavía, y a lo que ahora se llama «agresividad» llamaríamos entonces sencillamente, descortesía o mala educación.