El pasado como arma cargada de futuro

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

PHILIPPE DESMAZES | AFP

01 jul 2018 . Actualizado a las 09:36 h.

Como ya ocurrió con Zapatero, los desastres de la guerra, por recordar el nombre que dio Goya a su impresionante serie de grabados, han vuelto a situarse en el primer plano de la política española. Rompió el fuego el nuevo Gobierno con el anuncio de que retiraría los restos del dictador del Valle de los Caídos y continuó IU con su proposición de ley de memoria democrática y reconocimiento y reparación a las víctimas del franquismo y la Transición.

Dudo mucho que la idea del Gobierno de convertir el Valle de los Caídos en un centro de reconciliación y homenaje a las víctimas sea algo más que un vano intento de torcerle el brazo a nuestra historia, pues Cuelgamuros lleva siete décadas siendo lo contrario: un monumento al odio de los vencedores a los vencidos en 1939. No me imagino a ningún gobierno queriendo hacer de los restos de Auschwitz o Dachau algo distinto a lo que son: testigos del horror del Holocausto.

No es eso, en todo caso, lo que más me inquieta de este nuevo regreso a los desastres de la guerra, sino la posibilidad de que, a 79 años del final de la salvajada de 1936 y 41 del de la dictadura, la llamada política de la memoria se utilice, según ya lo hizo Zapatero, no como instrumento de unidad de los españoles, sino como arma de división para obtener réditos políticos.

Nuestra democracia no solo es la mejor que jamás hemos tenido, sino el único régimen político español asentado sobre la voluntad de reconciliación y no sobre la aspiración a la venganza. Reconciliación que no significó jamás olvido. El gran historiador Santos Juliá, cuyo compromiso con la libertad y la verdad son indiscutibles, lo dejó escrito en un texto que debería leerse en todas las escuelas: «Durante la transición, y antes, se habló mucho del pasado; ocurrió, sin embargo, que se habló no de un modo que se alimentara con su recuerdo el conflicto ni se utilizara como arma de lucha política, sino de un modo que sobre él pudiese extenderse una amnistía general». Por todo ello, añadía Juliá, «habría que acabar de una buena vez con la falacia de que hemos vivido sometidos a una tiranía del silencio, de la inexistencia de un espacio público para hablar de todo eso. Cuando hoy se dice que es preciso ‘combatir el olvido’, ‘recuperar la memoria’ del exilio, de los muertos, de la guerra, porque la historia oficial los ha silenciado, porque han quedado excluidos de la memoria, se ignora que […] hemos investigado, publicado y hablado de nuestro reciente pasado hasta la saciedad». Se puede decir más alto pero no más claro, desde luego.

Repárese lo que haya aun que reparar, désele buena sepultura a quienes fueran arrojados en una fosa común o una cuneta y que la presencia de Franco nos deje tranquilos de una puñetera vez, que ya va bien. Pero no hagamos nada de eso con la intención espuria de reabrir heridas ya cerradas y aprovechar el dolor donde todavía perviva para hacer ahora lo que no se hizo en la Transición: convertir el pasado en arma de lucha partidista.