Una crisis migratoria global

OPINIÓN

23 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

El problema es tan viejo, tan permanente y tan grave, que incluso Yahvé nos apuntó en la Biblia (Éxodo 22, 20) lo que podría ser una política de extranjería justa y razonable: «No maltratarás al forastero, ni le oprimirás, pues forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto». Tres milenios después de escribirse el Éxodo, la Revolución Francesa redactó otra fórmula, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que también podría haber resuelto este peliagudo problema. Pero la historia nos viene demostrando que, desde siempre, todas las políticas migratorias se hacen a la medida de los que acogen, sin tener en cuenta las necesidades de los pueblos que emigran. Por eso se da la paradójica consecuencia de que, cuanto más arrecian las necesidades de emigrar o de refugiarse, más duras y restrictivas se hacen las políticas de extranjería, tal y como estamos demostrando en los dos espacios más libres y opulentos de la tierra: Estados Unidos y la UE. 

Las migraciones deberían figurar, a mi juicio, entre los movimientos naturales de población, ya que remedian problemas vitales que no tienen soluciones alternativas. Y por eso deberíamos suponer que sus dinámicas tienden al equilibrio -en diferido, diría Cospedal-, cuando las ventajas e incentivos de las oleadas iniciales se reducen de forma sensible tras los episodios de migración masiva. Pero los políticos han decidido que las migraciones ni son naturales ni tienen implícita una tendencia al equilibrio. Y por eso concluyen -y así se lo trasladan a sus ciudadanos- que las migraciones masivas son un problema muy complejo, capaz de desestabilizar las sociedades de acogida, y que determinan una dura e injusta competencia con los ciudadanos del país de destino. Por eso acabamos perdiéndonos siempre entre el buenismo utópico de unos, y la xenofobia insostenible de los otros.

Lo que nunca nos preguntamos es por qué actuamos así. Y no lo hacemos porque, si la pregunta es difícil, la respuesta es en extremo incómoda, porque interpela los códigos de valores de nuestra cultura. El problema de las políticas migratorias es que los electorados de las democracias avanzadas piden soluciones humanitarias, y una integración sin reservas, mientras votan, con una indecencia supina, a aquellos que imponen restricciones, alambradas, cierres portuarios, devoluciones en caliente y expulsión de marginales. Y contra esa actitud de los electorados se estrellan las minicumbres europeas como la que se celebrará mañana, hasta el punto de poner en cuestión la propia viabilidad de una Europa seriamente resquebrajada. A eso se le llama jugar con fuego, en un proceso que explica por qué la Europa más profunda -nacionalista, narcisista y olvidadiza- se incendia y abrasa por completo cada tres o cuatro generaciones. Estos días, sin ir más lejos, estamos soplando brasas y arrimando yesca a nuestra opulencia. Porque, aunque presumimos de listos, no tenemos remedio.