El rey y la última payasada del secesionismo

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

SUZANNE CORDEIRO | afp

22 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hace mucho que la desvergüenza del independentismo catalán no tiene límites. La última muestra de su desfachatez, que sitúa de nuevo la bravuconería secesionista en la categoría de genuina payasada, la ha protagonizado Elsa Artadi, portavoz del gobierno de la Generalitat, quien ha conminado a Felipe VI a disculparse públicamente por su discurso a la nación del pasado 3 de octubre. ¿Lo recuerdan? Sí, aquel en que, dos días después del referendo ilegal celebrado en Cataluña a favor de la independencia y la república, el rey afirmó ante millones de españoles que «es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional». 

Para entendernos: la dirigente de un partido que dio un golpe de Estado, tras haber organizado una rebelión en toda regla, motivos por los cuales sus principales dirigentes están ahora procesados por gravísimos delitos (algunos de ellos en prisión provisional y otros huidos de la Justicia), reclama al rey que se retracte por haber cumplido de un modo escrupuloso las funciones que tiene constitucionalmente conferidas como jefe del Estado.

Se puede explicar más claro aun: los principales enemigos que hoy tiene la España constitucional exigen que se desdiga de sus palabras ¡y pida excusas! el titular de la Corona, que, cumpliendo con sus obligaciones, salió en defensa del Estado de derecho y del orden democrático en el momento de mayor gravedad que aquel atravesaba, desde el momento de su instauración, por culpa del golpismo catalán.

Tan feroz contraste entre la verdad y la mentira, que pone sin duda los pelos como escarpias a cualquiera con capacidad para distinguir el comportamiento leal de las instituciones del Estado y la acción facciosa de quienes las han utilizado para subvertir la legalidad constitucional, es por desgracia más intranquilizador y vergonzoso para el conjunto del país, que sorprendente.

Ciertamente, cualquiera que conozca la historia de España desde al menos el último tercio del siglo XIX, sabe del inmenso coste que han tenido para nuestro país las locuras radicales de los que comenzaron siendo en la Primera República los enloquecidos localismos del movimiento cantonalista y han acabado hoy en nacionalismos supremacistas y xenófobos, algunos de los cuales actuaron durante el período de 1931 a 1936 con tal grado de irresponsabilidad que sus acciones sirvieron a muchos de disculpa y banderín de enganche para unirse a la insurrección fascista que acabó con la Segunda República española.

Por eso cuando, tras tantos y tan grandes esfuerzos de generosidad y buena voluntad, la inmensa mayoría de los españoles habíamos logrado asentar nuestra mejor y más longeva democracia, resulta absolutamente insoportable que una minoría enrabietada por el odio al país en que ha nacido se haya empeñado en poner en riesgo lo conseguido con grandísimos esfuerzo, en amargarnos la existencia y, para decirlo claro y pronto, en hacerle la puñeta a España entera.