La semana en que despedimos a Cifuentes e Iniesta

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CON LETRA DEL NUEVE

OPINIÓN

29 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Ya dijimos aquí que nadie se larga como John Wayne en las películas de John Ford. Con qué clase se va, siempre después del deber cumplido, en El hombre que mató a Liberty Valance y, sobre todo, en Centauros del desierto. Saber pirarse a tiempo y con estilo es un don concedido a unos pocos elegidos. Lo hemos vuelto a comprobar esta semana, que ha sido una semana de despedidas: una, bochornosa, humillante y -como dice mi santa madre- tarde, mal y a rastras; y otra, honesta, dignísima y ejemplar.

El miércoles dijo adiós Cristina Cifuentes, achicharrada finalmente por un cutre vídeo de las cámaras de vigilancia del Eroski de Vallecas. Y el viernes se despidió Andrés Iniesta. Iniesta, el único que ha conseguido que algunos dudemos si somos más de Andrés o de Leo. Y hacernos dudar en la comparación con Messi, el mejor jugador de todos los tiempos -incluso de los tiempos venideros-, solo lo puede lograr este tipo bajito, sin tatuajes, aros en la nariz ni mechitas.

Me duele no estar hoy en Riazor para aplaudir el último partido de Iniesta contra mi Dépor. También me dolerá el encuentro porque esta noche bajará a Segunda el equipo de mi calle y me sabrá muy amarga la Liga del Barça -mi segundo equipo desde la infancia, desde aquel Cruyff melenudo y rebelde que apareció una tarde en el Teresa Herrera-.

Con esta Liga y la reciente Copa del Rey, don Andrés se irá a China con 35 títulos bajo el brazo: 32 con el Barcelona de su vida -incluidas nueve Ligas y cuatro Champions- y otros tres con la selección: dos Eurocopas y el Mundial que nos regaló. Su Mundial. Tal vez Messi lo iguale pronto (hoy sumará los mismos 32 trofeos con el Barça, ya tiene un oro olímpico con Argentina y todavía un par de mundiales por delante). Pero de momento nadie sobre la faz de la Tierra posee este palmarés. Solo este chico que va por ahí como si no fuese nadie, que vino al mundo a hacernos felices y, sobre todo, a hacer felices a los suyos.

Me cuentan que ha padecido fuertes depresiones. Quienes saben lo que es eso conocen que solo se llega a ese túnel -a veces no es que no se vea la luz al final del túnel: es que ni siquiera se ve el túnel- desde una extraña combinación de hipersensibilidad, inteligencia, bondad y perfeccionismo. El cóctel perfecto que podría definir a Andrés Iniesta.

Ha sido una semana de despedidas. Cifuentes se va después de estar en política desde los 26 años, desollada viva por los suyos y exudando rencor.

Iniesta, junto a Xavi y nuestro Luis Suárez -el Balón de Oro de Monte Alto-, el mejor jugador español de la historia, se va como solo sabe John Wayne. Casi en silencio, sin querer molestar demasiado, dando su penúltima lección de honor con sus palabras:

-Soy lo que soy gracias a todos.

El mundo seguirá y habrá muchas Cifuentes con másteres de todo a cien y tarros de Olay en el bolso. Pero no veremos a otro Iniesta sobre el césped. Por eso cada noche doy gracias a Dios -o, como escribió Borges, al divino laberinto de los efectos y las causas- por haber nacido a tiempo de ver a mi Deportivo ganar seis títulos (algo que mi padre, maldita sea, ya no pudo ver) y por contemplar sobre el campo juntos al dios Messi y a Iniesta, el extraterrestre humilde.