La ética política de Cristina Cifuentes

OPINIÓN

CRISTINA QUICLER | AFP

09 abr 2018 . Actualizado a las 07:56 h.

Partiendo del clásico principio de que «la mujer del césar, además de ser honrada, debe parecerlo», Cristina Cifuentes, tan pagada de su eficacia y de su infinita transparencia, elaboró un tratado de ética política de un solo artículo -obviamente mutilado- que podría enunciarse así: «Quien no parezca honrado, aunque lo sea, debe ser erradicado de la vida pública». No era nueva en esto la señora Cifuentes, ya que el mismo Maquiavelo hubiese firmado ese código, en la práctica insostenible, que pone el disimulo por encima de la verdad. Porque la adopción de esta vara de medir resulta muy útil para eliminar enemigos y correligionarios, y porque los pueblos, que son la materia prima del populismo, suelen acoger estos métodos de limpieza con un entusiasmo justiciero digno de mejor causa.

Dicho lo cual, no creo que la señora Cifuentes pueda reprocharme que use su código para dictar sobre su máster esta sutil sentencia: aunque acepto la posibilidad de que doña Cristina sea un dechado de honradez, es evidente que no lo parece, por lo que, en estricta aplicación de su doctrina, y en defensa del formalismo moral al que quiso encomendar el futuro de España, la conmino a dimitir de sus cargos, y a ingresar en la Universidad Rey Juan Carlos, como profesora, para dirigir un máster sobre Cómo cazar cazadores.

En defensa de la indefendible, algunos asesores del PP pusieron en circulación la idea de que Cifuentes, tan valiosa ella, está siendo perseguida por «una trama delictiva» urdida desde el PSOE, como si esa imputación liberase a la presidenta de su apariencia corrupta. Y de ahí deduzco que la derecha española se mantiene en el craso error de no leer a Machado, y de ignorar el principio, de colosal profundidad tautológica, que abre el Cancionero de Juan de Mairena: «La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero». No descarto que el PSOE, desnortado como anda, haya confiado su futuro electoral a la estrategia de las minas, y que haya ordenado a sus zapadores cavar un túnel debajo de la silla de Cifuentes para hacerla volar por los aires. Pero mucho me temo que denunciar esta maniobra no le resta potencia a la carga socialista, y que, en vez de salvarle la cara al PP, acabe demostrando la escasa habilidad de unos consejeros que no supieron evacuar a Cifuentes antes de la explosión.

En el contexto de marrullería al que está reducida la política española, donde toda la acción de gobierno está paralizada, mientras los políticos se dedican a trabajar de tramperos, huroneros, zapadores, polillas, termitas, plagas de langosta y escarabajos peloteros, cada minuto que se demore la salida de Cifuentes es una tragedia para ella y para el PP, cuya regeneración, ayer intentada, es una urgente necesidad nacional. Y no porque la corrupción deba atajarse al estilo Ciudadanos, sino porque sería inadmisible que a la draconiana Cristina no se le aplicase su propia medicina.