Santiago, capital europea de la zafiedad

OPINIÓN

17 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

El verbo xurar se usaba, en Forcarei, en dos acepciones: afirmar algo cuya verdad se garantiza, o blasfemar -«xurar coma un carreteiro», «baixar á terra tódolos santos do ceo», o «cuspirlle na cara a nuestro Señor»-. Los canteros xuraban mucho. Y las mujeres y los pequeños, salvo raras excepciones, nada. Por eso conocí a muchos señores, magníficos profesionales y excelentes vecinos, que xuraban a diario, lo que no les impedía ser devotos cristianos que el cura dejaba limpios, allá por la época de la Pascua Florida, sin más requisitos que el de confesar su pecado -«xurar, xa vostede sabe», era la fórmula-, y rezar un avemaría, que era la penitencia acostumbrada en aquellos tiempos. Pero los canteros de Forcarei no estaban orgullosos de decir aquellas cosas y, cuando se daban cuenta de que alguien de fuera del gremio los había escuchado, sentían vergüenza y pedían perdón. E incluso desterraban de sus pandillas a los descerebrados que hablaban en el espacio público como si estuviesen en el andamio.

Lo malo del pregón del Carnaval de Santiago no fue lo que se dijo del Apóstol, o de la Virgen del Pilar, que, comparado con lo que decían los devotos canteros de Montes, ni siquiera llegó a pecado venial. Lo terrible es que la sociedad actual -la más culta de la historia, según parece y se nos repite- y sus ídolos no se avergüenzan de su zafiedad, su mala educación y su palmaria estupidez, sino que presume de todo ello. Lo malo es que lo que todas estas personas no se atreven a decir en su casa y en su gremio, lo dicen -cobrando del erario público- en los balcones del poder. Lo malo es que lo que muchos canteros de Forcarei consideraban una excrecencia antisocial que había que ocultar se percibe ahora como una señal de modernidad, de libertad y de laicismo republicano, que solo puede ofender a los indeseables meapilas y a los correctos ciudadanos que aún creen en los pajaritos de colores (que, por cierto, existen).

El problema no es que haya un maleducado que cobre por blasfemar en público, sino que el poder civil se sienta obligado a disfrazar de libertad de expresión su descarnada zafiedad, que confunda la transgresión con la cultura, y que abra vías de demolición social de una sola dirección: si es para escarnecer la tradición, la fe, la educación y los buenos sentimientos, todo vale. Pero si es para criticar el auto laical del orgullo gay, por ejemplo, se acaba la libertad de expresión, y todo el que infrinja el consenso pasa a ser indeseable.

El escándalo no es que haya -como siempre hubo- blasfemos contra la Virgen y el Apóstol, sino que la culta, histórica, bendita y hermosa ciudad de Santiago, patrimonio de la humanidad y meta de occidente, se represente así: con un ignorante diciendo bobadas sin gracia, un público aplaudiéndolas, un alcalde defendiéndolas, y una sociedad civil más callada que un muerto. Ese es el gran problema, que, al contrario que la blasfemia, ya no se puede resolver con una simple avemaría.