Pero, ¿es tan malo el sistema electoral?

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

ALBERTO LÓPEZ

16 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Ocurre, en ocasiones, que una falsa idea acaba por calar en la opinión pública hasta convertirse en un prejuicio popular, contra el que resulta difícil razonar.

Así ha sucedido con la supuesta injusticia que se atribuye a nuestro sistema electoral actual, que se afirma como una verdad incontrovertible por más que existan datos de peso que conducen a una conclusión muy diferente. El más importante no admite discusión: que ha asegurado en España de forma más que razonable la gobernabilidad y la representatividad... que es, precisamente, a lo que debe aspirar cualquier buen sistema electoral.

Es verdad que las provincias con mucha población están infrarrepresentadas en beneficio de las más despobladas, al asignarse a todas ellas dos escaños iniciales; es verdad que la mayoría de nuestras circunscripciones son pequeñas: 33 de las 50 reparten seis o menos de seis diputados; y lo es, en fin, que todo ello contribuye a corregir la proporcionalidad de nuestro sistema electoral, favoreciendo a los partidos grandes y perjudicando a los pequeños.

Pero ese análisis, repetido como un disco rayado de forma cíclica, relega un dato tan esencial como olvidado: que la gran prima que nuestro sistema electoral otorgaba a los dos grandes partidos en el conjunto de España (UCD y PSOE, primero y PSOE y PP, después) y en sus territorios a los nacionalistas (la antigua CiU y el PNV) era consecuencia, en gran medida, de su gran distancia sobre todos los demás. De hecho, cuando en las elecciones del 2015 y el 2016 esa situación cambió por primera vez de forma sustancial, la traducción de votos en escaños, con la misma ley electoral, fue muy distinta. En las de 2015 Ciudadanos obtuvo diputados en 26 distritos y Podemos y sus confluencias en un total de 36, de modo que solo en 10 de los 33 distritos pequeños (y no como antes en la gran mayoría) los escaños se repartieron en su totalidad entre el PSOE y el PP: Ávila, Cáceres, Ciudad Real, Cuenca, Jaén, Palencia, Segovia, Soria, Teruel y Zamora.

Criticar un sistema electoral porque favorece un poco a los partidos mayores y perjudica un poco a los menores supone desconocer que todos producen ese efecto en mayor o menor grado. Y supone, sobre todo, despreciar el hecho esencial de que unas elecciones no solo deben representar a los partidos significativos de un país (lo que en el nuestro ha sucedido siempre desde 1977) sino también generar una cámara capaz de asegurar la gobernabilidad: tal combinación, generalmente muy compleja, se ha conseguido hasta el 2015 con un nivel de éxito que explica en gran medida el espectacular avance de España en todos los sentidos en las cuatro últimas décadas.

Hasta tal punto es así que si algo debería preocupar a los dirigentes de Ciudadanos y Podemos, más allá de sus propios intereses, es si el cambio de nuestro sistema de partidos no exigiría ir pensando en como vamos a garantizar en el futuro la gran estabilidad política que tanto nos ha beneficiado como país en el pasado.