Cuando el carnaval era entroido

OPINIÓN

MIGUEL SOUTO

12 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Siendo niño, en Forcarei, no lograba entender por qué el entroido, que era una fiesta de referencia, no figuraba en el almanaque de Ultramarinos Digna Piche, ni en el Taco del Corazón de Jesús. Encontraba, eso sí, a san Pancracio y san Epifanio, nombres que, a mi juicio, eran irreales. Pero no el martes de carnaval. Pronto aprendí que el entroido era una fiesta movible, ligada -por el borde de afuera- al ciclo de Pascua, y que, para ver dónde caía, debía buscar el famoso miércoles de Ceniza.

Dicho lo cual, por la misma razón que doy por supuesto que algún pastor romano adelantó muchos siglos un compás de flauta que después escribió Mozart -«formosam resonare doces Amaryllida silvas»-, también tengo por cierto que en todas las antigüedades hubo alguna fiesta parecida al carnaval. Pero así como el Tytiro de Horacio no es Mozart, tampoco las mascaradas antiguas fueron un entroido hasta el siglo XI, cuando la cristiandad europea incardinó la algarada de febrero en la preciosa cadencia festiva del calendario cristiano.

El carnaval nació como una ruptura y un introito, o como una enorme campanada que advertía la llegada del tiempo de Cuaresma. Y por eso se conformó como una antífrasis de aquella sociedad rigurosamente ordenada que, durante tres días, a medio camino entre la Navidad y el Viernes Santo, rompía formas y costumbres, se ocultaba bajo las máscaras, y oficializaba su contradictorio derecho a nadar a contracorriente de las normas morales. Y ahí radicaba el enorme atractivo de aquella mascarada: una pautada ruptura con los poderes institucionales -políticos y religiosos- que regían el resto del año, y que se expresaba gastronómicamente en una orgía de grasas y touciños que se interrumpía bruscamente el Miércoles de Ceniza, cuando empezaban los ayunos y abstinencias -que el Sergas debería recuperar para la sociedad laica-, y cuando, tras el goce de la carne caliente, entraba en tromba -«memento homo quia pulvus es»- la gélida meditación de la muerte.

Ahora, en plena vorágine libertaria, el carnaval es una obligación cultural sin sentido. Sus rupturas y mascaradas no logran superar en nada las mamarrachadas que podemos hacer -y hacemos- a diario. Lejos de romper la normalidad, el entroido de hoy -que no nos introduce en nada, ni sabemos cuánto dura- está subvencionado y organizado por los concellos, que alimentan sin medida -salvo en Tenerife, Venecia y cuatro pueblos más- la cutre estética del quiero y no puedo, y que generan una alegría impostada, metida a martillazos en nuestro ciclo vital. Para más inri, ni siquiera podemos comer cacheira sin hablar del colesterol, ni sublimar la cíclica promesa del «mañana empiezo el régimen» bajo la mística cobertura de la Cuaresma.

Por eso me declaro «libre de entroido». Aunque sé que estos dos días sin clase -tan bien situados- debo agradecérselos al calendario cristiano.