El carnaval como oportunidad

Luis Caparrós

OPINIÓN

11 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Domingo 28 de febrero de 1965

Los pesimistas; los escépticos, quizás también los resentidos, suelen decir que «todo el año es Carnaval». Es una forma desdeñosa de juzgar al mundo. Y es posible que así suceda, efectivamente, para algunas gentes desorientadas de su propia medida. Quizás la extravagancia, la excesiva singularidad, no sean sino un desfasamiento, una salida de si, un convertirse en máscara, derivado de una poca conciencia sobre la realidad provisional y premeditadamente caricaturesca que indudablemente caracteriza al carnaval. O acaso suceda todo lo contrario y haya máscaras permanentes precisamente por lo mucho que interese esa apariencia. Dalí, por ejemplo, ha hecho norma propia lo de vivir como si todo el año fuera Carnaval. Pero sus razones para ello se me antojan muy reflexivas. O si prefieren, poco sinceras. Dalí vive con la máscara puesta porque tiene plena conciencia de que tal vivir le resulta rentable.

El carnaval, sin embargo, tiene su caracterización en el hecho de ser como una oportunidad, una excepción, un paréntesis, en la normalidad más o menos tediosa y equilibrada de todos los días. Sobre el triángulo en que identificamos nuestra auténtica personalidad -cómo somos en realidad, cómo creemos ser, cómo nos ven los demás- acaso el carnaval propicie dos nuevas posibilidades que enriquezcan la constante reflexión en que el hombre vive acerca de sí mismo. Pienso si detrás de la máscara, el disfraz, la transformación en alguien remoto o festivo, curioso o pintoresco, no hay sino un afán para añadir a las condiciones clásicas de tal identificación, la posibilidad de averiguar cómo quisiéramos ser realmente y cómo tememos ser, sin haber acabado nunca de saberlo.

Ya se sabe que el hombre -y la mujer, obvio es decirlo- tratan de encontrar en el disfraz carnavalesco algo más que un motivo de fiesta, de diversión y juerga. Podría asegurarse que en toda transformación y caracterización carnavalesca hay como unas vacaciones que cada cual concede a su realidad cotidiana. Un filósofo más o menos pedante hablaría de la inhibición del yo, de la suprema libertad a que tanto gusta aferrarse uno en la seguridad de que aquello es provisional, transitorio y breve, porque nos adentramos en la aventura con la garantía de que tenemos pagado el viaje de vuelta a la ponderada seriedad en que estamos inmersos.

El tema del carnaval ofrece sugestivas posibilidades de reflexión en torno a las motivaciones que ampara y justifica. Es posible incluso deducir que en la persona disfrazada late un cierto afán de investigar cómo la acogerían los demás si no fuera quien real y ciertamente es. Y todo ello, casi siempre, sobre un paisaje de estimulación sexual. Él ante ellas; ella ante ellos.

Fulano conoce sus posibilidades diarias ante Mengana y Zutana. Pero si por un momento deja de ser Fulano para convertirse en un misterioso Zutano, ¿cómo lo acogerán ellas? Y a la inversa.

Este condicionamiento de curiosidad en lo que se refiere a ellas y ellos puede extenderse a otros aspectos. Por ejemplo, al de la audacia. Hay seres tímidos que se mueren de viejos con unas intocadas reservas de energía sentimental o sexual no consumidas por el freno permanente de su timidez, de su falta de decisión. El carnaval es para ellos lo que en muchos casos es el alcohol para otros. Un estímulo, un pretexto, un punto de apoyo para unas audacias al mismo tiempo deseadas y temidas. El capuchón o la careta actúan en estos casos como el coñac o la ginebra.

Pero acaso lo más freudiano del carnaval esté en el gusto subconsciente que nos proporciona el vivir, por unos momentos, convertidos en aquello otro que hemos elegido. Es posible -y esto no pasa de ser una mera y gratuita especulación- que el hombre que se disfraza de Napoleón, de Ringo beatie o de gladiador romano viva con integridad las emociones de sentirse, más allá de la broma, un auténtico emperador, un devorador de fans o un conductor de cuadrigas. Todo encubierto, disimulado y autorizado por la broma, la frivolidad, las risas y la caricatura. Pero allá en el fondo del subconsciente, en el remoto baúl de nuestras calladas y ancestrales apetencias, hecho una realidad que jamás saldría a la luz y a la confrontación si no fuera porque llega el gran pretexto del carnaval.

No es, por tanto, que todo el año sea carnaval. Es que todo el año tenemos guardada con siete llaves la turbia vehemencia de las cosas que hubiéramos querido ser y que solo en carnaval tienen salida.