Del bitcoin al «catacroc»

Sergio Aguilar Lobato LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

17 ene 2018 . Actualizado a las 07:03 h.

Son los cuñados por antonomasia. Están en la mesa de los domingos. En el bar de la esquina. Y en el trabajo. Pura encarnación de la omnipresencia. Cuando te vean, tratarán de evangelizarte con su credo: son los profetas del bitcoin, y pretenden convertirte en aquel hilarante personaje proyectado por Tom Wolfe en La Izquierda Exquisita. Ese que comparecía tarde, dramáticamente impuntual, a todas las modas, marcado por un destino tan cruel como ineluctable.

En ocasiones los imagino en lo más recóndito de su intimidad, practicando, tras cada revalorización, una liturgia ritual similar a la de Jordan Belfort: puño al viento y golpe en el pecho (hum… hum... hum…). O ensayando la coreografía del waka-waka de Shakira, según estén acompañados por otros acólitos de la criptodivisa. Disfrutan y paladean su triunfo.

¿Tan tarde habré llegado?, se pregunta mi loser (perdedor) interior, cuando el silencio me susurra al oído que estoy ante un barco que ya zarpó. ¿Por qué no inviertes? ¿Cuáles son tus cuitas? Verás, le respondo, parcialmente timorato: probablemente no hayas vivido las dramáticas consecuencias proyectadas tras la burbuja de las puntocom. Y tampoco habrás sentido de cerca la desesperación colectiva surgida tras la explosión de las hipotecas subprime. Porque desde la tulipanomanía de los Países Bajos (allá por 1636), toda burbuja ha conllevado devastadores efectos colaterales.

Y usted, querido lector, que ha sentido la terrenal tentación de apostatar de la prudencia y abrazar esta novísima criptorreligión, hágase un favor y manténgase inicialmente alejado de la llama de este vanidoso pecado venial. Asesórese. ¡Investigue! Y decida. Porque la realidad es mucho más prosaica que el idílico pelotazo. Porque volatilidad no debe confundirse con oportunidad. Y porque, como ya advirtiera Francisco de Quevedo al duque de Osuna, en una de sus más lúcidas decantaciones, valor no equivale a precio. Recuerde que su decisión final podrá salpicar su balance con una de estas tres suertes, hijas del caprichoso azar: a) dar la campanada, b) arruinarse irremediablemente y c) dejar incólume su patrimonio. Tres opciones como tres son las teclas de una máquina tragaperras. Una satánica coincidencia. ¡Quiá! Ya solo faltan las lucecitas. Uno, avance… ¿premio?