Sigena y el supremacismo nacionalista

Gonzalo Bareño Canosa
Gonzalo Bareño A CONTRACORRIENTE

OPINIÓN

12 dic 2017 . Actualizado a las 08:59 h.

Confieso que ignoro por completo, y también que no me preocupa lo más mínimo, si las 44 obras de arte sacro que conforman el llamado Tesoro de Sigena deben estar expuestas al público en un museo de Aragón o en uno de Cataluña. Lo que tengo claro es que en una democracia todos deben cumplir las sentencias judiciales. Y que, en caso de discrepancia, lo que toca es recurrir por las vías establecidas, y no hacer lo que a uno le dé la gana. Esto, que es algo así como el catón de la democracia, parece no entrarle en la mollera al independentismo catalán. Todo aquello que contradiga sus deseos es «fascismo español, golpe de estado, expolio o intento de humillación». Da igual que se trate del traslado del sepulcro de unas monjas que de hacerles cumplir la Constitución.

La enloquecida y victimista respuesta a un conflicto irrelevante como el de Sigena es solo una muestra más del complejo de superioridad moral, la xenofobia, el desprecio al resto de españoles, el incumplimiento sistemático de las leyes y la sensación de pertenencia a una casta privilegiada que está en el ADN del independentismo catalán. Aunque episodios similares son protagonizados a diario en Cataluña por parte del nacionalismo supremacista, la campaña electoral está ofreciendo un revelador catálogo de esas actitudes cercanas al racismo. Solo así se explican la patéticas quejas de los exconsejeros de la Generalitat por el hecho de que en la cárcel se les tratara como a todos los demás y se les dieran de comer hamburguesas o cocidos que les provocan «flatulencia». El rancho es para los otros. La equidad, para los demás, no para ellos. Y por eso también cuando al exconsejero Jordi Turull el juez le retira el pasaporte como medida cautelar para dejarle en libertad, lo primero que hace al salir de prisión es tratar de renovar el suyo. Un hecho, por cierto, que cuestiona la inexistencia de riesgo de fuga que justificó su libertad bajo fianza.

Solo esa sensación de impunidad, de constituir una élite, una raza superior que no está sometida a la ley común ni al juego democrático, puede llevar a que el director del Instituto de Nanociencia y Nanotecnología de la Universidad de Barcelona, Jordi Hernández Borrell, se permita decir en Twitter que el líder del PSC, Miquel Iceta, abiertamente homosexual, «tiene los esfínteres dilatados» y que el gran gurú económico del independentismo catalán, Xavier Sala i Martín, vincule en plena a campaña al presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, con el consumo de drogas. O que la ex presidenta del Parlamento catalán, Núria de Gispert, ordene a la líder de la oposición en Cataluña, Inés Arrimadas, que se marche «a Cádiz» si no le gusta el procés.

Como ellos dicen, esto ya no va de independencia. Va de impedir que esta gente, que debería avergonzar a cualquier demócrata, pueda seguir inoculando odio, racismo y xenofobia desde el poder. Devolverlos a la realidad, demostrarles que no son una raza superior y que las leyes también rigen para ellos es una obligación moral que está por encima de las siglas.