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Álvaro Cunqueiro

OPINIÓN

27 nov 2017 . Actualizado a las 04:15 h.

Entre los Papeles póstumos de Chesterton, figura un borrador para un ensayo sobre Mr. Samuel Pepys, extraordinario personaje a quien ustedes ya conocen por sus Memorias, su temperamento amoroso, su afición a las ostras en escabeche, su venalidad y su calidad de alto funcionario del Almirantazgo británico. El Pepys de Chesterton es un sensual retórico, «una bestia carnal y puritana a la vez», pero en el fondo, cándido y chestertoniano, una sólida mezcla de Al Capone, Casanova y el P. Brown... Pertenece, además, Pepys a una cierta especie ciceroniana de hombre, cuya opinión, justo medio, facilidad de palabra y espíritu de prudencia le llevan a contemplar con sosegada sequedad, que bien pudiera ser tomada por cobardía, cómo son asesinados, pisoteados o simplemente reducidos al silencio y a la sombra sus «compañeros de viaje», por decirlo de algún modo: a veces, como Cicerón, también ellos perecen, quizás porque, como decía Croce, teniendo el sentido de todas las oportunidades, les falta el sentido de la oportunidad de la huida. De Cicerón a Franz Papen la lista es larga, y Pepys ocupa en ella un lugar decoroso. Chesterton insiste en que Pepys se consideraba a sí mismo como un hombre de bien, ayudando a su honestidad con fórmulas que le permitieran siempre jurar por ella, y en términos legales. [...] Chesterton se divierte con Pepys, como nos divertimos todos los que lo conocemos. Chesterton inventa un animalillo voraz al que bautiza oysterpepys -es decir, ostrapepys-, aficionado a la música, que le gusta oír desde el regazo de las mujeres, perrillo faldero al fin y a la postre, y de cuya grasa, una vez muerto, se obtiene una clase de cerveza fuertemente alcohólica y locuaz, sirviendo la piel del oysterpepys para encuadernar periódicos. Quizás Chesterton inventando el oysterpepys recordase aquella invención de G. B. Shaw, cuando con él y con Hilarlo Belloc compuso «el único animal prehistórico carnívoro y católico, el chesterbelloc», superviviente de los pantanos ingleses del terciario. Cuentan que Chesterton se reía y dibujaba el chesterbelloc sentado a la mesa con cuchillo y tenedor, ante un magnífico asado humeante. Ya he dicho en estas mismas páginas que difícilmente reirá bien quien no crea en la resurrección de la carne.

Un estudio del plurilingua de Pepys he leído estos días. Pepys, cuando anotaba en sus Memorias aventuras amorosas, contaba el suceso en un idioma mezcla de inglés, francés, latín, español e italiano, muy gracioso. La intención de Pepys con su plurilingua aparece clara: añadir picardía, todavía, a la picardía. Tal plurilingua, naturalmente, es una media lengua, pero, en su torpeza, llena de intención expresiva. Quizás, como, ha dicho un estudioso del libro de Pepys, Mr. Samuel, se excitaba a sí mismo con ese juego lingüístico. Pepys es un conversador de palabra muy precisa, escogiendo siempre la más significativa. Una palabra, la más vana, trae siempre una extraordinaria carga significativa, y si estamos atentos a ella, se descubre como maravillosamente reveladora. Tengo, mientras escribo, la estilográfica en la mano, y la llamo pluma, como a la de manguillo de madera y plumilla de acero. ¡Pluma! ¿Dónde va, amigos, esa fina hoja del ala del ave? Toda lengua es una obra de imaginación, y mide exactamente la capacidad intelectual y sentimental del pueblo que la crea y la habla: es decir, que la vive. Un poeta puede ampliar el círculo de una lengua, o hacer más vivaz una parcela de ella, pero esencialmente la lengua es una tradición. Pepys burla su lengua con su plurilingua erótica, pero en vez de esconderse, transparente como el cristal se nos regala.

Murió en la cama, y ciego, pero cada día había que cambiarle de peluca. Barrilitos de ostras en escabeche los comió hasta el final. Le gustaba oír voces de mujeres jóvenes y que contaran monedas de oro sobre la tabla de caoba de su bufete. Unas horas antes de morir, saliendo de un largo sueño, preguntó cuándo firmaban la paz los holandeses. «Hace más de diez años que se firmó», le dijeron. «Entonces, respondió, habrá que beber por ello» Fueron sus últimas palabras. Chesterton añade que un estúpido puritanismo impidió darle a aquel sediento moribundo un buen vaso de clarete tibio. «Aunque fuera para celebrar la paz con los holandeses». Lo mismo digo. Yo creo que no hay más que dos extranjeros: el Diablo y el inglés. Pues bien, aun para celebrar una paz con ingleses, un vaso de clarete no se le niega a nadie.