Incendios, la pesadilla que volverá

OPINIÓN

Santi M. Amil

20 oct 2017 . Actualizado a las 10:05 h.

En 1989, fueron 195.000; en 1995, 45.000; en 1998, 48.000; en el 2006, 95.000, y este año más de 35.000. No son los números premiados en el sorteo de Navidad, sino las hectáreas devoradas por la lotería de fuegos de gran virulencia que periódicamente le toca a Galicia. Esta plaga no es algo nuevo. Y la atribución de culpas, tampoco. En el año 90, el conselleiro de Agricultura, Romay Beccaría, responsabilizaba de los fuegos a una «organización criminal». Cambió el siglo y, en el 2006, un año dramático, el entonces conselleiro nacionalista del ramo Suárez Canal volvía a situar el origen de los incendios en «moitas mans negras». Una reacción que se ha repetido estos días desde la Xunta. Pese a la reiteración, nunca se ha logrado encontrar a esas tramas organizadas.

¿Significa que los montes se queman por casualidad? No. Arden por un cúmulo de factores, entre las cuales la mano del hombre (bien sea un pirómano, un imprudente o alguien que busca un fin económico) juega un papel determinante, pero en un escenario perfecto: el monte está descuidado, las zonas rurales se han despoblado, ya no hay agricultura y la vegetación crece a sus anchas. Con la escasez de agua de los últimos meses, si alguien saca una cerilla, la tragedia esté servida.

¿Existe una solución? Nadie se atreverá a dar una respuesta afirmativa. La despoblación es prácticamente imposible de revertir, al igual que la dispersión poblacional que tanto aumenta el riesgo de daños para las personas; convencer a los gallegos para que vuelvan a trabajar al campo, solo posible en casos muy contados; mantener semejante superficie de monte limpia, inabarcable.

¿Qué hacemos entonces? Habría que invertir en que las brigadas sean en realidad trabajadores forestales que, cuando no hay incendios, se ocupen de mantener el monte limpio; incentivar a los dueños de montes para que ese patrimonio esté ordenado, incluso si es necesario imponiendo sanciones; y aplicar medidas de seguridad que protejan las viviendas dispersas.

La solución no es, ni de lejos, mágica. Serviría para amortiguar, en el mejor de los casos, las peores consecuencias del fuego. Pero la carrera es de fondo y, por ahora, los incendios se vislumbran como una pesadilla sin fin, una pesadilla que, por desgracia, volverá.