El día del Domund, 60 años después

OPINIÓN

09 oct 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

En la misa de ayer nos hablaron del Domund, cuya 91.ª Jornada se celebra el próximo domingo. Y, reflexionando sobre ella -porque la manifestación de Barcelona se explica por sí misma-, me di cuenta de que esta conmemoración sigue anclada a mi niñez, y que ya estoy en edad de revisarla. Sé que el sentido eclesial de ese día no ha cambiado. Pero me alegro de que, en un contexto tan absorbente y regresivo, en el que ya emergen las simplificaciones políticas exigidas por las masas, el día del Domund me aparte -¡solo hasta mañana!- del mantra catalán, para recordar que, en la España pobre, iletrada y autoritaria de los años cincuenta, el Domund era la única senda globalizadora que se mostraba a la gente, ya que concentraba tres ideas que solo la Iglesia difundía.

La primera, que todos los hombres pertenecemos a una comunidad universal, que somos radicalmente iguales, y que estamos obligados a compartir nuestros recursos humanos y materiales con los más necesitados. Y, aunque llenas de ingenuidad, las huchas petitorias que aludían a diversidad de razas y culturas, grabaron en nuestras mentes infantiles un carácter solidario que las sociedades posmodernas aún no han superado. La segunda, que el compromiso evangelizador, que para la Iglesia es constitutivo, no se realiza en los púlpitos, sino en misiones que, insertas y arraigadas en los pueblos más pobres y debilitados, empiezan su labor por las necesidades materiales -escuelas, hospitales y acogida de marginados-, y que solo después tiene sentido catequizar y bautizar a quien libremente lo desee. Las cosas, en esto, siguen igual, ya que nadie puede competir -en cantidad, calidad y entrega- con la labor humanitaria de la Iglesia. Y la tercera, que esas misiones debían financiarse con donaciones de la comunidad cristiana. Un esfuerzo que los jóvenes de hoy apenas podrán comprender, ya que es imposible imaginar el sacrificio que suponía para un niño de Forcarei privarse de un helado para echar 50 céntimos de peseta en una hucha con cara de chino para abrir una escuela en una tribu africana.

El Domund difundía un mensaje globalizador -en griego se dice katholikós-, que todos recibíamos mediante símbolos sencillos, muy adaptados a un tiempo de escuelas unitarias, cuando la radio emitía partes en vez de noticiarios, cuando pocos disponían de periódicos, y cuando la televisión, los móviles, los aviones baratos y las oenegés eran ciencia ficción. Por eso pienso que un Domund adaptado al contexto y cultura actuales sería el culmen de la modernidad. Y, viendo lo que veo, me gustaría saber qué dirá el bisbe de Solsona -el que cambió las huchas del Domund por las urnas del nacionalismo- para desarrollar el lema que el papa escogió para este año: «La misión en el corazón de la fe cristiana». Porque, tal y como a mí me lo explicaron, parecen mundos incompatibles.