La gran interrogación

Gaziel

OPINIÓN

15 oct 2017 . Actualizado a las 22:18 h.

Toda la serie de insensateces que vinimos presenciando en Cataluña, desde que se constituyó el gobierno propio, y que han sido como las desesperantes etapas hacia una prevista catástrofe final de nuestra autonomía habrían podido evitarse con un presidente que no gobernase y un jefe de Gobierno que no presidiese, tal como han sabido hacer con la República en Madrid.

Porque el régimen republicano español habría acabado tan mal como nuestro régimen autonómico, o peor todavía, si el señor Alcalá Zamora, encadenado a los partidismos que se han sucedido en la gobernación del país, hubiese sido el principal autor y responsable de cuanto ellos hicieron. El alejamiento y la serenidad de la Presidencia es lo único que ha permitido conservar la República, y lo propio habría ocurrido con nuestra autonomía. Un verdadero presidente de Cataluña habría resistido a todo partidismo excesivo, habría dimitido o habría sido echado por la ventana del palacio de la Generalidad. Y en los tres casos habría salvado siempre a Cataluña, salvando la encarnación de la autonomía y la responsabilidad colectiva.

Que Companys perdiese la cabeza o se la hiciesen perder nada tenía de extraordinario. Muchos gobernantes, muchos partidos la pierden todos los días, y no pasa nada. Es decir, sí pasa: se hunden. Pero no se hunden más que ellos. Lo abominable, en nuestro caso, es que en Cataluña nos hemos hundido todos: los que perdieron la cabeza y los que la conservamos en todo momento.

¡Y nos reíamos de los políticos madrileños!

El Gobierno Samper -el pobre, el débil señor Samper, como aquí se le llamaba desatentadamente cuando fue, en realidad, el hombre que hizo mayores y más desinteresados esfuerzos para evitar la catástrofe de Cataluña- ha sido, comparado con el gobierno Companys, lo mismo que fue Bismarck con respecto a Napoleón III. Entre el Gobierno catalán y el de Madrid ha habido un largo duelo que duró varios meses. Y toda la inteligencia, la habilidad, la templanza, la previsión; en una palabra: todas las virtudes gubernamentales, han estado de parte del Gobierno republicano. Toda la estupidez se acumuló de parte de la Generalidad.

Fue una verdadera lidia, en la que el Gobierno de la República desempeñó el papel de lidiador, y el de Cataluña hizo de toro. La Generalidad comenzó a embestir ciegamente, a raíz del conflicto de la Ley de Cultivos. El Gobierno Samper, al darse cuenta de cómo se ponían las cosas (incluso por culpa de sus propios errores), inició una serie interminable de quites, de rectificaciones habilísimas. El toro embestía cada vez con más furia. Una parte del público castellano abroncaba al torero, pidiéndole que se arrimara, que se expusiera más. Las extremas derechas anticatalanas querían una tragedia. El toro también. Pero el lidiador, con finísimo instinto, iba capeando incansablemente, sin hacer caso ni de los bramidos de la fiera ni de las broncas del público. Lo que el torero quería, con indudable acierto, era evitar una cornada, en primer lugar; y luego, a fuerza de pases, adueñarse poco a poco de la fiera. Y así fue. Cuando el toro estuvo totalmente embrutecido de furor, cuando ya no supo lo que se hacía, el señor Samper no tuvo más que llamar al matador y cederle su puesto. Salió el señor Lerroux, con el trapo rojo en la mano. El toro, al verlo, perdió todo control. Se arrojó insensatamente contra el señuelo, sin ver el peligro. El matador no tuvo más que esperarle con la espada pronta, a pie firme. El toro se clavó, se ensartó él mismo, materialmente, de parte a parte. Y asunto concluido: para el matador, ovación, orejas, rabo y vuelta al ruedo; y para el toro, el arrastre.

¡Y nos reíamos, nosotros, tan inteligentes, de los políticos de Madrid!

En estas condiciones volvemos a entrar en un período de interinidad, en un período incalculable. La hora presente es un compás de espera. Una espera en la que se dibuja por momentos una gran interrogación.