Justicia y política

Juan Manuel Fernández TRIBUNA

OPINIÓN

29 sep 2017 . Actualizado a las 08:11 h.

El debate público acerca de la relación entre la política y la Justicia no es nuevo, habiéndose iniciado en nuestro país en los años inmediatamente siguientes a la transición política, haciéndolo de la mano de un problema todavía latente en nuestra sociedad, el de la corrupción política. Este debate, recurrente en nuestro país y no exclusivo de España, se ha reabierto como consecuencia de las actuaciones judiciales llevadas a cabo en Cataluña como respuesta a determinadas conductas, enmarcadas en el proceso independentista catalán. Múltiples y variadas han sido las reacciones, en un abanico que va desde el elogio hasta la crítica más exacerbada, calificando estas últimas a fiscales y jueces como una especie de brazo armado represor. Además, no son pocos los debates en los que se contraponen conceptualmente Justicia y política, discutiéndose acerca de si es el momento de la una o de la otra, acerca de cuál de ellas es la precisa para resolver «el problema catalán».

La Justicia es un poder del Estado, lo cual no equivale a ser un poder político, considerando como tal al que actúa con arreglo a criterios de oportunidad o ideológicos, como sucede con los otros dos poderes: ejecutivo y legislativo. Estos se articulan fundamentalmente en torno a los partidos políticos y su legitimidad democrática deriva, esencialmente, de procesos electorales. En contraposición, el poder judicial responde al principio de legalidad, hallando el juez dicha legitimidad en el sometimiento a la ley.

Ahora bien, el deber de obedecer la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico no es exclusivo de los jueces, pesando también sobre las instituciones que encarnan los otros poderes del Estado, cuyo poder ni es omnímodo ni arbitrario. No es omnímodo porque tiene límites, los derivados del respeto a los derechos humanos y al conjunto de paredes maestras de la organización política y social. Por ello existe un Tribunal Constitucional, que vela por que la producción legislativa que emana de las Cortes o de las Asambleas legislativas sea acorde con la Constitución. Y ese poder tampoco puede ser arbitrario, no pudiendo siquiera buscar cobijo en una mayoría parlamentaria.

Es a la política y no a la Justicia la que le corresponde decidir cuál es el modelo de organización territorial del Estado, cómo han de armonizarse las exigencias de un modelo autonómico y la solidaridad interregional. Ahora bien, definido el modelo, las conductas que pongan en peligro o que vulneren las normas que lo conforman, y que el legislador haya considerado que deban ser punibles, por ser intolerables, han de ser perseguidas por jueces y fiscales. Porque de no hacerlo no solo no cumpliremos con nuestro papel constitucional, sino que perderemos nuestra legitimidad democrática.

Así por ejemplo, y ojalá que no llegue a ser realidad, el artículo 472.5 del Código Penal dice que son reos del delito de rebelión, entre otros supuestos, los que se alzaren violenta y públicamente para declarar la independencia de una parte del territorio nacional. Si ello ocurriera, ni quien lo hiciera podría esconderse tras una sedicente legitimidad democrática ni el juez que lo persiguiera podría ser acusado de estar actuando en interés del Gobierno. El respeto al dictado constitucional no depende de mayoría alguna, ni siquiera dependería de un pronunciamiento unánime, lo cual no quiere decirse que la Constitución no pueda reformarse, pero en tanto esté vigente ha de ser obedecida. Y la defensa judicial de ella es la defensa hecha por un poder del Estado que actúa con independencia y responsabilidad, sin sujeción a instrucciones político-partidistas, en defensa no de intereses quiméricos, sino de los tangibles derechos de los ciudadanos.