Corazón de Galicia

Aurelio Ribalta

OPINIÓN

13 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Los viejos palacios y las casas señoriales de Santiago son la demostración de una principalidad secular. Santiago es aristocrático; es una robusta afirmación de espíritu aristocrático. Colocado en el centro de Galicia, Galicia entera es su «banlieue» espiritual y materialmente. Centro de la cultura y de la política de los Reinos de León y Castilla durante la Edad Media, los Reyes Católicos quisieron anular el poderío de la gran ciudad, porque vieron claro que Santiago, por lo mismo que era el alma de Galicia, era un poder espiritual que haría sombra a su poder real, al de ellos. Y por eso quisieron tenerle sujeto, y por eso le echaron encima la triple cadena: Capitanía General, Audiencia Real y Santo Tribunal de la Inquisición.

A partir de los Reyes Católicos comienza la decadencia de Santiago. Pero corazón de Galicia señoril, aristocrático, en sus palacios hicieron vida retirada, austera, sus nobles moradores, que hasta fines del siglo XVIII se mantuvieron gallegos de Galicia. Y aun después, cuando esa aristocracia santiaguesa se hizo un tantico enciclopedista y se dio a leer a Diderot y abandonó sus pazos de la aldea y sus pazos de la villa, Santiago vistió y guardó su soledad como quien viste y guarda un luto, y se replegó en su propia tristeza bajo la lluvia que arroyaba sobre las losas de las grandes rúas centrales, y se despeñaba «saltaricando polos croios da Costavella» por el Norte y de Sar por el Sur, que estos eran por entonces sus límites geográficos. Parecía Santiago flor de la Historia, al reconcentrarse en su propio espíritu, una de esas flores que se cierran ante toda influencia extraña, recogiendo todo su aroma en el sagrado camarín de sus pétalos cerrados violentamente a los aires abrasados del desierto.

En los dos primeros tercios del siglo XIX, sobre todo desde que pasó -y en Galicia pasó muy pronto, en enero de 1809- el turbión de la guerra napoleónica con la derrota del ejército francés, Santiago vivió -abandonado por su aristocracia- del cariño de sus «caseiros» de las aldeas. Estos acudían a pagar rentas y foros a los administradores de sus señores ausentes. Invadían todos los jueves las calles y las plazas de la gran ciudad, haciendo rezongar en los rincones y en los senos de las fachadas los ecos eternamente dormidos, malhumorados como reproches de una augusta soledad perturbada.

Tenía entonces Santiago un no sé qué de majestad caída. En su silencio había mucho del silencio de las ruinas morales; pero la impresión era de grandeza, Santiago seguía siendo el corazón de Galicia; un grande y caliente corazón que seguía rigiendo con ritmo callado, pero siempre de admirable regularidad, la circulación del espíritu gallego en la intelectualidad de Galicia, Santiago mandaba a toda ella los curas salidos de su espléndido Seminario y los estudiantes de su gloriosa Universidad. Y el Apóstol Santiago presidía, y sigue presidiendo, toda esa elaboración de ideas desde el altar mayor de su Basílica, sentado en su trono, ostentando como un cetro su grueso bordón de plata fina, y sonriéndonos y mirándonos con aquellos ojos que destellan bondades, e iluminan su policromado rostro de hombre sano, bueno y santo, que mira con amor a sus patrocinados.

Su protección no ha sido estéril. Porque en los tiempos actuales -de empalagosa democracia- la vieja ciudad pudo conservar su aire de nobleza rancia, al mismo tiempo que ensanchar sus límites geográficos.

Porque ciego sera quien no vea que Santiago es una vieja y noble villa que confina por el Sur con Vigo y por el Norte con La Coruña.