Santiago, la morriña y el turismo

Wenceslao Fernández Flórez

OPINIÓN

31 jul 2017 . Actualizado a las 19:45 h.

En el Apóstol Santiago debemos apreciar antes que nada, nosotros los gallegos, una originalidad: fue el primero en sentir la morriña.

Por lo menos, yo no conozco ninguna persona de relieve que, antes que él, haya advertido tan fuertemente la atracción de nuestra tierra, que se decidiese a solicitar y obtener de Dios un milagro para reposar eternamente en ella. Estos pobres paisanos que vuelven de América destrozados, agonizantes, con la ilusión del agro nativo, no hacen más que parodiar el viaje de los restos del Santo sobre las aguas, con rumbo a las costas gallegas.

El Apóstol fue también nuestro primer fomentador del turismo. Todas las agencias del mundo, juntas, no movilizarían tanta gente como la que él hizo llegar a Galicia desde los lugares más remotos de la cristiandad. No solo quiso edificar a los peregrinos con las austeridades y quebrantos de un largo viaje, sino que también fue su intención aproximar a Dios los espíritus con la contemplación de esa obra de insuperable belleza que es el Noroeste de la Península.

El Apóstol, al atraer millares y millares de peregrinos, quiso darnos a entender a los gallegos, ya en aquella remata edad:

-Organizad el turismo, que no ha de pesaros.

Hizo algo más: al descubrir en los gallegos un arraigado espíritu de aventuras, al verlos siempre con la maleta dispuesta para emigrar se le ocurrió la idea de atarle un hilo a las piernas. En cuanto nace un gallego, el Apóstol le ata una pierna; y le deja ir. El gallego marcha a Buenos Aires, a Nueva York, a los lugares más lejanos... Cree ir libre y suelto... El Santo advierte la tensión del hilo; tira de él. Allá, lejos, el gallego comienza a sentir una fuerza irresistible que le empuja hacia la patria. Suspira, canta el Adiós a Mariquiña, da a su cocinera la receta del caldo gallego, procura atrincherarse en estas complacencias para no volver, porque sus negocios padecerían. El Santo sigue tirando del hilo. Y un día, ¡zas!, el gallego lo abandona todo, vende a cualquier precio su hacienda, coge a sus hijos debajo del brazo y se precipita en el primer buque que parte para La Coruña o para Vigo. El Apóstol lo ve llegar.

-Pero claro, hombre -murmura-. ¿Dónde habías de estar mejor? ¿Por qué crees tú que he elegido yo esta tierra?

Si Santiago no fuese lo que es, un santo, tendría muchos motivos para estar disgustado con nosotros. Verdaderamente, no hemos sabido aprovechar el amplio horizonte que nos abrió para la atracción de turistas. Él continúa haciendo todo lo que puede, pero nadie le ayuda.

Este año se enteró de que algunas ciudades de Galicia habían gestionado la organización de los antiguos trenes botijos que llevaban al litoral a casi todos los porteros y oficiales quintos de los ministerios. Y rio, con risa gallega, pensando:

-¡Esta gente...! ¡Ahora con trenes botijos.... ¿Cómo no saben que esto tiene categoría bastante para que lo visiten los millonarios? Se contentan con las cadeliñas de los botijistas, cuando si ellos quisieran organizar bien las cosas... ¡Boh! -terminó diciendo el Apóstol- ; esperemos dos o tres siglos más. No tengo prisa.