Galicia, nacionalidad histórica

OPINIÓN

29 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Existe acuerdo entre los partidos políticos en considerar el 25 de julio como fiesta de Galicia, aunque se difiera en su denominación. Otra cosa es cómo la celebran. Quedó patente hace unos días, reflejando la realidad política: por un lado, el partido en el Gobierno; y por otro, los partidos en la oposición, cada uno a su manera, incluso dentro de una misma formación. Un punto común de encuentro es también el Estatuto de autonomía, que los ampara, cuyo artículo primero reconoce a Galicia como nacionalidad histórica. El adjetivo, que no figuraba en los Estatutos vasco y catalán y después se ha popularizado, obedecía a la razón por la que se aprobó la disposición transitoria segunda de la Constitución que, sin nombrarlas, se refiere a Cataluña, País Vasco y Galicia. Tuvo como pretexto la aprobación en referendo de un Estatuto durante la Constitución de 1931. Digo pretexto, o habilidad, porque Galicia no era el problema y la referencia a ese dato objetivo era de fácil aceptación por la izquierda y nacionalistas. Ese reconocimiento constitucional llevaba consigo que Galicia tendría Parlamento, sin estar obligada a pasar ninguna previa y difícil aduana. Se aprobó cuando Alianza Popular estaba todavía lejos de su metanoia autonómica. De aquel deriva todo el proceso autonómico. Constituye un patrimonio que, como mínimo, no debería ser minusvalorado.

Pero sobre ello se ha montado un relato, una narración que se construye a partir de hechos, reinterpretándolos al servicio de un interés determinado, ideológico o político y que ha encontrado acomodo en esta etapa posmoderna de la posverdad. Es el contado por el presidente Feijoo en el acto de entrega de una medalla a los «padres del Estatuto», los integrantes de la «Comisión dos Dezaseis» a los que felicitó como «precursores das institucións galegas, que teimaron para que este país tivera Parlamento e autogoberno». El relato volvió a reproducirlo la alcaldesa de Mondoñedo al hacer la tradicional ofrenda de Galicia. Aquella comisión fue consecuencia de la convocatoria del presidente la Xunta, respaldada y encomiable, para incorporar a los trabajos preparativos del texto estatutario a fuerzas que carecían de representación parlamentaria. No importa al relato que el reglamento para el trabajo de la comisión estableciese literalmente que su labor consistía en sistematizar las propuestas recibidas en aquella llamada a la colaboración. El relato se apunta a que era el proyecto que la Asamblea de parlamentarios debía remitir, sin más, al Congreso de los Diputados.

No vale la pena revelar otras sorpresas. Si se trae a colación es porque, cualquiera que sea el final de la deriva secesionista, «la cuestión catalana» seguirá pendiente y han empezado a avanzarse propuestas para un reconocimiento singular de Cataluña y el País Vasco. La singularidad constitucional de Galicia corre el riesgo de evaporarse, como algo que fue transitorio. A Nazón de Breogán no debería quedar en un mero relato.