En los 25 años que llevo trabajando como periodista, ninguna noticia me ha impactado más ni me ha dejado una huella tan profunda en lo personal como la del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco. Recuerdo como si fuera ayer la congoja y el desánimo que nos generó a los que trabajábamos entonces en la redacción de La Voz de Galicia el saber de antemano que aquel joven cuyo rostro aparecía en todos los telediarios iba a estar muerto en 48 horas porque las exigencias de ETA eran imposibles de cumplir. No era un secuestro. Se trataba de un sádico asesinato ejecutado a cámara lenta para producir el mayor dolor y sufrimiento posibles. Aquellas crónicas durante el cautiverio y aquel artículo de opinión que me tocó escribir tras el multitudinario y conmovedor entierro celebrado en Ermua fueron lo que más me ha costado hacer en mi carrera.
La tensión, la rabia y la indignación que provocó aquella demostración de crueldad infinita se convirtió luego, sin embargo, en inmensa alegría al constatar que ese crimen atroz alumbró lo que muchos llevábamos años esperando: la unidad sin fisuras de todos los demócratas frente al terror y el repudio unánime, incluido el del nacionalismo vasco, a los partidos que apoyaban a ETA. Miguel Ángel Blanco y el espíritu de Ermua son desde entonces un símbolo de la solidaridad ciudadana con todas las víctimas del terrorismo, al margen de siglas o ideologías, y un recuerdo del punto de inflexión que supuso en la sociedad vasca la pérdida del miedo a enfrentarse públicamente con los asesinos y sus cómplices, que marcaría el principio del fin de ETA.
Así, como uno de los pocos símbolos frente al terrorismo respetados unánimemente por todos los demócratas al margen de las siglas, han permanecido desde entonces la figura de Miguel Ángel Blanco y el espíritu de Ermua. Por eso resulta absolutamente incomprensible y singularmente indignante que la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, secundada por Podemos, se niegue a realizar cualquier acto de recuerdo cuando se cumplen 20 años del asesinato aduciendo que «supondría destacar a una víctima sobre todas las demás». Y que, en el colmo del despropósito, diga que homenajear a Blanco crearía «una situación de menosprecio entre unas víctimas y otras».
Con ese argumento tan mezquino sería imposible homenajear jamás a ninguna víctima del terrorismo, porque siempre supondría un desprecio a las demás. Detrás de esa posición indigna y sectaria solo está la obsesión de Podemos por acabar con cualquier símbolo que represente la unidad entre los españoles, la concordia, la ausencia de rencor o el homenaje unánime a los valores en los que se asienta nuestra democracia. Después de denigrar la transición, descalificar las primeras elecciones democráticas, abominar de la Constitución de 1978, repudiar a Adolfo Suárez y negar la propia existencia de la nación española, a Podemos solo le quedaba ya dar el último y definitivo paso. Tratar de destruir la unidad de los españoles frente al terrorismo. No lo conseguirán.