Una huelga contra el pueblo

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Oscar Vazquez

05 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

El derecho de huelga de los trabajadores en defensa de sus reivindicaciones surgió con la revolución industrial que, desde finales del siglo XVIII, creó las condiciones para que millones de personas acudieran al mercado a vender su fuerza de trabajo. Por eso, durante mucho tiempo, las huelgas eran conflictos bilaterales que enfrentaban a obreros y patronos: los primeros luchaban contra unos salarios de miseria y unas terribles condiciones de trabajo (falta de seguridad e higiene, pago en especie y no en metálico, despido libre, ausencia de vacaciones, jornadas agotadoras) parando las empresas y causando así daño al propietario con la esperanza de que aquel prefiriese antes o después ceder a las peticiones de los trabajadores que asumir los costes económicos del paro.

Esta situación irá alterándose a medida que el Estado fue creciendo y asumiendo tareas decisivas para la calidad de vida general (sanidad, educación o grandes redes de transporte), de modo que las huelgas cambian de carácter: de ser conflictos bilaterales entre obreros y patronos pasan a afectar también a los usuarios de los servicios públicos que, sin comerlo ni beberlo, acaban siendo muchas veces los auténticos paganos de la acción de unos huelguistas que, en realidad, presionan a sus empresas o a las Administraciones públicas haciendo soportar el mayor coste del paro al pueblo llano.

Por eso, cuando los paros afectan a servicios esenciales para la comunidad la única, forma de hacer compatible el derecho a la huelga con el de los ciudadanos a no ser los rehenes de su ejercicio es que la Administración fije servicios mínimos y que los huelguistas los respeten. Si no es así las huelgas se llaman, no por casualidad, huelgas salvajes.

Y salvaje sería la que se anuncia en el sector de los transportes -esencial para la comunidad donde los haya- cuando se habla de paro indefinido a partir del jueves 13 si los huelguistas siguiesen sin respetar, como hasta ahora, los servicios mínimos fijados legalmente.

Parece obvio que el sector público no puede seguir manteniendo indefinidamente líneas de transporte muy deficitarias que se pagan solo o mayoritariamente con impuestos. Y lo parece también que, con las necesarias garantías de vigilancia, no debería haber problema alguno para que el transporte escolar -que tiene un coste inmenso en un territorio como el nuestro, con población tan diseminada- se haga compatible con el transporte de viajeros.

Pero, sea cual sea la posición que cada cual mantenga a ese respecto, hay algo que no tiene discusión: que incumplir los servicios mínimos en una huelga de transportes constituye una intolerable salvajada y un medio inaceptable de presión, que convierte a cientos de miles de usuarios en moneda de cambio de un trato que no les concierne en absoluto, pero del que son los perjudicados de verdad.