¿Nos hemos vuelto locos o qué?

Rafael Arriaza
Rafael arriaza LÍNEA ABIERTA

OPINIÓN

18 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Pilar Canicoba

Soy un apasionado del deporte. Creo que a través de él se pueden aprender una serie de valores y unas actitudes que nos harían la vida más fácil a todos. Los jugadores de rugbi, por ejemplo, tienen cosas de las que todos podríamos aprender. Para empezar, parten de un principio que me parece que debería ser de culto en todos los ámbitos de la vida: defienden que no se puede practicar el rugbi sin adversarios, y por eso los respetan hasta el punto de finalizar siempre un partido con ese famoso «tercer tiempo» de hermandad. No se busca la aniquilación del adversario, sino disfrutar del juego, pelear con nobleza y -lógicamente- ganar si se puede. Nada que ver con algunos lamentables espectáculos que se ven a veces en otros deportes y en nuestra sociedad, en la que parece que no nos damos cuenta de la importancia del otro y del árbitro. Y el árbitro, sabedor de su importancia, intenta no cometer errores y ser fiel a un principio de equidad, como garante último de la justicia en el juego, por si acaso alguno de los jugadores hace algo que vaya contra las reglas del juego aceptadas por todos. Sin hacer caso a la fama de unos u otros y sin discriminaciones ni positivas ni negativas. Si alguien siguió los partidos de la pasada Copa del Mundo en Inglaterra seguramente sabrá a qué me refiero. ¡Ya me gustaría a mí que esto fuese así en todos los ámbitos de la vida, ya! 

Asistir a un partido de niños de rugbi (o de baloncesto, o de hockey, pongo por caso, ya que son deportes con raigambre entre nosotros) y compararlo con otro de fútbol invita a una reflexión ineludible: ¿Nos hemos vuelto locos o qué? Las escenas de esos padres ultras que llegan a las manos en partidos de niños por una falta, un fuera de juego o un quién sabe qué pitado o no pitado -que cualquier excusa parece que vale para liarla parda- por un árbitro solitario, muchas veces en formación, que no dispone de asistentes y que no tiene ningún interés especial en perjudicar a nadie, me pasman.

Uno de mis hijos recuerda siempre cómo, cuando tenía unos 12 años, y mientras él y los demás jugadores iban a lo suyo en un partido de uno de esos torneos de fútbol sala para niños entre colegios, en la grada dos padres (los niños siempre nos llaman así a los mayores, como si ese título confiriese un grado de autoridad, de madurez, de sabiduría) iniciaban una trifulca y se ofrecían unos mamporros por ni sabemos qué. Desde luego, no es lo que yo busco en el deporte, no. Y menos, en el deporte formativo. El deporte profesional es, inevitablemente, otra cosa; aunque caballeros haberlos, haylos, los intereses modifican lo sustancial. El problema no es solo que se imiten los comportamientos de los jugadores, sino que se imite el comportamiento de los aficionados fanáticos, de los ultras, a todos los niveles. Especialmente cuando los que lo imitan son los que proporcionan el ejemplo a seguir. Es difícil que un grupo de niños tengan grandes problemas jugando, y los que tienen, los resuelven. Eso es lo que deberíamos imitar.