Resulta fácil de entender que a quien el año le ha sido propicio haga un balance en esta misma línea. Es lo que nuestros abuelos resumían con aquello de que «cada un conta a feira como lle foi nela». Para Mariano Rajoy, el 2016 ha sido un año excepcional. Hace hoy doce meses no aguardaba continuar en la Moncloa, con la oposición rendida a sus pies, y sin nadie en el partido que le amargue los desayunos, tras lograr acallar la última voz discordante y molesta, que era la de quien tuvo el honor de sacarnos del rincón de la historia.
Por eso no cabía esperar otro balance del presidente del Gobierno que no fuera uno exultantemente optimista. Es razonable residiendo en la Moncloa. Si fuese pensionista, autónomo o funcionario no lo sería tanto viendo cómo van perdiendo poder adquisitivo. Y ya no digamos si fuese parado de larga duración. Pero al presidente del Gobierno le pagamos también para que nos insufle ánimos para los próximos meses. Y en esta ocasión, cumplió su papel incluso más allá de lo esperado.
Porque al margen de esas cifras económicas que nos llevan a ser la envidia del mundo, Mariano Rajoy se apuntó a una estabilidad política de larga duración, lo que él denominó «colaboración histórica», algo muy previsible a juzgar por lo que instantes después apuntaron los socialistas. Y de esta forma, el presidente no solo nos trazó un panorama ilusionante de los últimos meses, sino también de los venideros. Incluso en el conflicto con Cataluña, ese que se empeña en ver con una indiferencia y una pasividad pasmosas, mientras los independentistas avanzan a pasos de gigante.
A pocas horas de terminar el año, Rajoy cumplió con lo que se aguarda de un presidente de bien. Que no le amargue las uvas a sus ciudadanos. Y en eso estuvo a la altura de lo esperado. Incluso brillante. Y es que a él en el 2016 no le pudieron ir mejor las cosas. A los demás, el año nos ha ido así de aquella manera.