Un piano en Fiumicino

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

04 jun 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Con frecuencia dejo ver mi debilidad por Italia. Un viejo amor que se ha ido cronificando y del que alardeo como un adolescente. Me precio de conocer suficientemente bien el país transalpino, al que acudo con asiduidad robando tiempo al tiempo. Esta semana, con ocasión de dictar una conferencia en Nápoles, me vi obligado a realizar una larga escala de más de cuatro horas en el aeropuerto de Roma antes de continuar a la ciudad del Vesubio. El aeropuerto, al fin remodelado, de Fiumicino es una maravilla de modernidad y diseño, una terminal espectáculo, un auténtico escaparate de la marca Italia, con ofertas comerciales de lujo y de calidad. Es un lugar para estar y no una gigantesca sala de espera. Está vivo y bullicioso, es una pasarela para ver y ser visto. Hay horas vespertinas que en Fiumicino hay más gente caminando de un lado para otro que en la misma plaza Navonna, y la imaginación italiana ha conseguido transformar las horas muertas en horas vivas, dinámicas, emotivas. Y lo ha hecho de una manera tan singular como original, instalando un piano de cola en uno de los remansos centrales. Un piano que invita a interpretar a quien, con formación musical, pasa a su lado, y así, escuchando a pianistas de fortuna o meritorios consagrados, va pasando la tarde como en un suspiro, olvidándonos que estamos en un pasillo aeroportuario. Ante mí, confortablemente sentado, interpretaron temas variados, desde un pequeño concierto de swing, a música cantable de Paolo Comte y concluyendo con una solemne interpretación de Bach. Y las horas se fueron haciendo cuando menos llevaderas.

La imaginación industrial de los italianos es antológica. Además de tener la Fiat, Alfa Romeo, y Maserati, y el casi monopolio de las maquinas industriales de café, por citar solo un par de ejemplos, los italianos han conseguido que la comida italiana en el exterior sea una referencia popular y últimamente implantaron el limonchelo, el carpaccio y el tiramisú. Mención aparte merece el diseño y la moda; no solo crean tendencias, las imponen.

Y fue agradable la reflexión con música de fondo cercana, escuchar la sinfonía de la vida que se entremezclaba con piezas cantables que ponían letra a la música. Pensaba que ya en Nápoles debería visitar en el Posilipo la tumba de Virgilio y la de Leopardi, pero lo pospuse para la segunda quincena de este mismo mes, cuando regresaré, si Dios quiere, a la vieja ciudad. Pena me daba por igual estar en Roma a sus espaldas sin saludarla como se merece, me parecía una traición a la Ciudad Eterna y a quien me contó su historia poco a poco, al viejo Indro Montanelli, que sostenía, y yo lo ratifico, que Roma no se acaba nunca. Aun ahora, que estoy lejos, escucho cómo suena el piano en Fiumicino.