El Día de Europa treinta años después

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

10 may 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Los que ya hemos superado la barrera de los sesenta años, y apuramos los pasos hacia una jubilación incierta, podemos enmarcar nuestras vidas entre un par de acontecimientos históricos. Abrimos los ojos al tiempo que se gestaba el embrión de la Unión Europea: a medio camino entre la declaración Schuman de 1950 y la firma del Tratado de Roma en 1957. De todo esto, cuyo primer objetivo consistía en silenciar para siempre los cañones que arrasaron Europa durante la primera mitad del siglo, nada sabíamos mientras sorbíamos las primeras letras y descubríamos el mundo -incluidas las guerras de nuestros padres- a través de las enciclopedias Álvarez. Tampoco nos preguntábamos por la procedencia de la leche en polvo y el queso americano que a la hora del recreo, después de haber entonado el Cara al sol, nos aliviaban las punzadas del estómago.

Después nos hicimos mayores, y subversivos, y envidiosos. Queríamos subvertir el orden franquista y envidiábamos a quienes, en el solar devastado por la guerra, colocaban cimientos forjados en carbón y acero para construir una Europa unida, democrática, próspera y pacífica. En palabras de Schuman, «bases comunes de desarrollo económico» como «primera etapa de la federación europea». Nos hicimos europeístas y, en cuanto el dictador estiró la pata, llamamos a la puerta y nos sumamos a la obra.

Ayer, Día de Europa, la Diputación coruñesa nos convocó a los profesores Julio Sequeiros, Antonio Figueiredo y a mí, para conmemorar el trigésimo aniversario de la adhesión de España y Portugal a la CEE. Treinta años: la mitad de nuestras vidas. Y una doble y paradójica constatación: la Unión Europea ha supuesto un avance indiscutible para los países que la integran, pero el europeísmo se ha enfriado. Nos subimos al tren por convicción y muchos se mantienen en él solo por miedo, porque consideran suicida arrojarse por la ventana.

Hay quienes achacan el resurgimiento del euroescepticismo a la brutal crisis económica desatada en el 2008. Solo parcialmente tienen razón. El terremoto puso a prueba los cimientos del edificio y estos, sobre todo los que sostienen la Unión Monetaria, no eran tan sólidos como preveíamos. Las grietas se agrandaron. En cuanto comenzó a temblar la tierra, todos marcharon a sus refugios nacionales y abandonaron las tareas de cohesión social y territorial. Europa se escindió en acreedores y deudores. Los primeros, preocupados por cobrar sus deudas aun a costa de desahuciar a los deudores; los segundos, enfrentados al dilema de pagar religiosamente o de combatir la sangría de empleo. El resultado lo sintetizaba ayer el periodista Claudi Pérez: la renta por habitante creció un 20 % en Alemania durante la crisis, permaneció estancada en España e Italia y se desplomó un 20 % en Grecia.

¿Qué hacer? «Más Europa», claman los expertos. Y yo lo comparto. O nos tiramos del tren, opción que desaconsejo, o intentamos poner fin a la distinción entre pasajeros de primera y pasajeros de segunda.