¿Seleccionar científicos e ingenieros mejorados?

Albino Prada
Albino Prada CELTAS CORTOS

OPINIÓN

26 abr 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

En un ensayo recientemente traducido, Superinteligencia (TEELL, 2016), el profesor de Oxford Nick Bostrom analiza cinco maneras de alcanzarla: la inteligencia artificial mecánica (IA), la emulación del cerebro, la selección genética, la ciborgización y las organizaciones colectivas. Se inclina por imaginar que la selección genética será el más probable paso previo para avanzar hacia una inteligencia artificial mecánica, porque «los científicos e ingenieros mejorados serán capaces de hacer más progresos y más rápido».

A pesar de las muy fundadas consideraciones críticas sobre la legitimidad moral, y las implicaciones sociales, de una eventual selección genética (Jurgen Habermas o Michael Sandel han escrito mucho y bien al respecto) llama la atención que el profesor Bostrom suponga que algunos países «podrían no solo permitir, sino promover activamente el uso de la selección genética y la ingeniería genética para mejorar la inteligencia de sus poblaciones [?] cuando el ejemplo (de esos países) se haya establecido, y los resultados empiecen a mostrarse, los reticentes tendrán fuertes incentivos para seguir dicho ejemplo. Las naciones se enfrentarían a la posibilidad de convertirse en remansos cognitivos y quedarse atrás en lo referente a científicos, militares y concursos de prestigio económicos respecto de los competidores que adoptaran las nuevas tecnologías de mejora humana. Los individuos dentro de una sociedad verían cómo las plazas de las escuelas de élite se llenan de niños seleccionados genéticamente (que también pueden en promedio ser más guapos, más saludables y más conscientes) y querrán tener las mismas ventajas para sus propios hijos».

El autor de Superinteligencia asume el muy liberal supuesto de que de forma inevitable algún Estado (según él, China o Singapur más que Alemania) podría tomar ese camino por su cuenta. Cosa que sería imposible de contar con instituciones globales, es decir con inteligencia colectiva, que regulase o prohibiese una tal selección genética. Como proponen Habermas o Sandel, a quienes, por cierto, Bostrom no cita en su prolija y erudita bibliografía. Tampoco se cita al Huxley de Un mundo feliz; relato distópico que -en mi opinión- encaja como un guante en lo que él considera el camino más plausible para alcanzar la superinteligencia.

En un tal mundo, según sus propias palabras, el hombre promedio estaría al nivel de un Alan Turing o un John von Neumann; millones de personas se elevarían muy por encima de cualquier gigante intelectual del pasado. Concluye entusiasmado: ¿qué inteligencia artificial mecánica no serían capaces de inventar estos nuevos hombres promedio?

Es sintomático, y muy preocupante, que todo un director del Instituto sobre el Futuro de la Humanidad y del Programa sobre los Impactos de las Futuras Tecnologías en el Reino Unido asuma las implicaciones hiperorwellianas de la -hoy improbable- ciborgización y no las vea en la -según él, mucho más probable- selección genética. (Continuará).