Domingo de Ramos

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

27 mar 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Era habitual estrenar bragas de hilo ganchilladas por una tía mayor y acudir a misa con un vestido nuevo. Las ramitas de laurel le daban a la jornada un carácter especial. Eran humildes pero aportaban el acento extraordinario de un día de fiesta. No hace tantos años de aquellos días pero aunque una mantenga la engañosa sensación de que sigue siendo la misma algo hay en el ambiente que señala que han pasado varios mundos desde que los niños iban a la iglesia el domingo de ramos con la ingenuidad intacta y las ganas de vivir en sazón.

En aquellos años, la Iglesia estaba en el centro mismo de la vida de las personas. En los barrios los niños se iniciaban viendo películas en el cine de la parroquia. La algarabía arrancaba a las tres y media los domingos. Muchas eran de vaqueros y el estruendo indicaba una natalidad vigorosa.

Luego pasaron los años y la Iglesia se llenó de cosas feas. Una concepción del mundo oscura que casi siempre situaba los problemas en el lugar equivocado. Aquella predisposición a despreciar al débil, aquella tendencia a retorcer los pensamientos más ingenuos, aquel retozar con el poder le dieron el tono descarnado y real a una religión en la que tantos encontramos el camino del ateísmo.

Mientras suenan los inquietantes redobles de una procesión es fácil constatar el regusto por lo tenebroso en el que insisten los ministros católicos. Como si le tuvieran miedo al ímpetu revolucionario que tantas veces inyecta la alegría. Un argentino intenta estos días sonreír un poco desde los muros infranqueables de una institución que se ha vuelto sospechosa en tantas cosas. Hace unos años, cuando los cardenales debatían el perfil del sucesor de Juan Pablo II, muchos católicos buenos pronosticaban un cisma en una Iglesia que, como los partidos políticos, había dejado de representarlos. Mientras los tambores escupen ese redoble metálico es inevitable preguntarse qué habrá sido de ellos.