Las mendigas y los cachorros del fascismo

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

17 mar 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Veo con repulsión, abochornado y alarmado a la vez, las imágenes en que un grupo de hinchas holandeses humillan a un grupo de mendigas en la Plaza Mayor de Madrid. Les arrojan monedas y cachos de pan, como a los perros, y, entre rubias jarras de cerveza y risotadas de ojos azules -como corresponde a las civilizadas razas superiores-, se cachondean de las pordioseras que se arrastran por el suelo en disputa del mísero botín. Jalean la ignominia. Uno de los delincuentes prende fuego a un billete -cinco euros, presumo: cinco barras de pan- y lo echa a volar. Su pequeña contribución a la borgiana historia universal de la infamia, remarcada con cánticos xenófobos y una consigna: «No crucéis la frontera».

Contemplo, avergonzado, la pasividad de los madrileños que apuran el aperitivo en las terrazas soleadas. Seguro que les duele el espectáculo, pero nadie quiere meterse en líos en estos tiempos de mudanza. Solo dos personas, una mujer y un hombre, se enfrentan indignados a la indignidad. De ella solo se escuchan tres palabras: «Porquería de mierda». De él, otros tres vocablos, todavía más certeros: «Hijos de puta». Seis palabras malsonantes que, al menos a mí, que desde pequeño las tuve por prohibidas, me reconcilian con el ser humano y con esta Europa deforme e insolidaria que estamos construyendo: todavía queda una pizca -una mujer y un hombre- de esperanza.

Pero en cuanto dejo reposar la rabia y el asco unos segundos, descubro que el origen del cabreo no se halla en la Plaza Mayor. A fin de cuentas, crímenes más atroces que el descrito se producen a diario en todas las esquinas de Europa. Lo sucedido en Madrid no es sino una expresión nimia, quizá anecdótica pero reveladora, del caldo de cultivo que alimenta el renacimiento del fascismo en Europa. Un rebrote del cáncer que padeció el viejo continente y que confiábamos extirpado por la cirugía de la Segunda Guerra Mundial. Abundan los síntomas que indican una recaída y tal vez no sea el más concluyente el de los forofos holandeses. Los hay más evidentes, como la ascensión de la ultraderecha, con o sin esvásticas tatuadas en el brazo, en las democracias europeas de viejo y de nuevo cuño. O el castigo recibido por Angela Merkel en las recientes elecciones en Alemania, por su osadía de mantener un mínimo de decencia -una excepción entre nuestros próceres- en la crisis de los inmigrantes. O el tufo a protofascismo institucional que rezuma la decisión de cerrar fronteras, levantar alambradas y deportar refugiados.

El monstruo asoma sus fauces, entre la jarana xenófoba de los unos y la pasividad de los otros, y nadie parece recordar la advertencia de Bertolt Brecht de que el cáncer no quedó definitivamente erradicado con la derrota de Hitler. «Porque, aunque el mundo se haya puesto de pie y haya detenido al bastardo, la puta que lo parió está de nuevo en celo», escribió. Me pregunto si el ciudadano madrileño que plantó cara a la ignominia habrá leído al dramaturgo alemán.