¿Quo vadis, Europa?

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

10 mar 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Me escribe un lector para reprocharme lo que considera mi pesimismo absoluto. Asegura que estoy enfadado con el mundo entero y reparto mandobles a diestra y siniestra. Quizá tenga razón. Solo en un aspecto discrepo del diagnóstico: mi pesimismo, si lo hay, no es congénito, sino circunstancial. Hubo un tiempo en que, fervoroso lector de Gramsci, aplacaba el pesimismo de la inteligencia con grandes dosis de optimismo de la voluntad. Incluso a la reiterada afirmación de Leibniz de que «vivimos en el mejor mundo posible», espléndidamente satirizada por el gran Voltaire en su Pangloss de Cándido, encontraba yo una coartada para el optimismo: significaba que había otros «mundos posibles», aunque fuesen peores. Y eso me bastaba para ir tirando.

Pero como a nadie le interesa un bledo mi talante ni mi deriva existencialista, ni comprobar si es de cuna o adquirida, hablemos de las circunstancias. De la política, que los optimistas irredentos aún consideran un ejercicio noble y necesario. O de la economía, que nació como una ciencia social, inseparable de la moral y de la ética, y que colocaba al hombre en el eje de la disciplina y su felicidad en el punto de mira. Hablemos de los derechos humanos, pisoteados constantemente en el mundo que se dice civilizado, primeras víctimas de la corrupción del lenguaje, buque nodriza de las corrupciones que vinieron después.

Nos pusimos a construir Europa sobre el solar arrasado por la Segunda Guerra Mundial. Era tanta la ilusión puesta en el empeño que desoímos las voces que nos alertaban de la escasa consistencia de los cimientos, del descabellado plan que suponía empezar la casa por el tejado, de sus evidentes grietas democráticas. Los españoles, sojuzgados por el franquismo, mirábamos con envidia la marcha de los trabajos, a los que nos incorporamos en cuanto el dictador estiró la pata. La inteligencia nos advertía que estábamos levantando una gran superficie comercial -la Europa de los mercaderes-, pero el optimismo de la voluntad prometía, en una segunda fase, construir la Europa de los valores. La Europa democrática y federal, la Europa de la cohesión social y territorial, la Europa de la libertad, un espacio solidario, crisol de pueblos y culturas.

Se desató el temporal de la crisis y la obra, inconclusa, comenzó a desmoronarse. Al grito de sálvese quien pueda, comenzó el desmontaje. Allá cada uno con sus deudas y sus parados. Solo los acreedores tienen derechos, porque las deudas hay que pagarlas, aunque sea con un trozo de carne viva como en El mercader de Venecia. Donde proyectábamos suprimir fronteras, erguimos alambradas. Pero ni en mis peores pesadillas pude imaginarme que llegaríamos a sobornar a Turquía, democracia impoluta donde las haya, para que apande con los hombres, mujeres y niños que huyen de la guerra. Díganme los sesudos burócratas de Bruselas a cuánto nos sale cada vida humana. Y dígame mi amigo lector si hay en esta historia algo que insufle optimismo.