La interminable inestabilidad financiera

Manuel Lago
Manuel Lago EN CONSTRUCCIÓN

OPINIÓN

19 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Los problemas que están atravesando el Deutsche Bank alemán o la Société Generale francesa, pasando por la mayoría de la banca italiana, no son más que un nuevo episodio de la inestabilidad permanente en la que está instalado el sistema financiero internacional desde hace varias décadas. Desde la crisis del peso mexicano en 1994 -con graves efectos sobre el resto de América Latina- hasta la crisis generalizada del 2008, que nació en Estados Unidos con el estallido de su burbuja inmobiliaria, el mundo va de susto es susto: la crisis asiática en 1997, la crisis del rublo ruso en 1998, el estallido de la burbuja de las empresas puntocom en el 2000, la crisis del peso argentino en el 2001. Aún no sabemos cómo se llamará, pero puede estar seguro de que más pronto que tarde volveremos a sufrir otro episodio similar.

La certeza de que una nueva crisis es inevitable, se deriva de las características de la industria financiera desde que rompió con su papel tradicional de vínculo entre el ahorro y la inversión. Durante décadas, el negocio bancario era una actividad aburrida, que generaba sus beneficios en el diferencial entre el tipo de interés que cobraba por sus préstamos y el que pagaba a los ahorradores. Un negocio que tenía como principal riesgo los impagos y que, por lo tanto, hacía de la prudencia el principio básico de su gestión.

Pero ahora eso ya no es así: la industria financiera -y por lo tanto, los grandes bancos, que son los instrumentos finales de este negocio- no busca su rentabilidad en operaciones vinculadas a la economía real, en la esfera de la producción de bienes y servicios, sino en operaciones financieras en mercados secundarios, sobre productos de dudosa solvencia, muchos de ellos de carácter especulativo y de alto riesgo.

Entre las diferentes razones que están detrás de la hipertrofia financiera que caracteriza la fase actual del sistema, la más determinante es sin duda el enorme aumento de la desigualdad que hemos sufrido en las últimas décadas. Desde que los salarios reales dejaron de crecer en los países más desarrollados, el reparto de la renta se ha desequilibrado en beneficio de una minoría que es cada vez más rica, al mismo tiempo que se debilitaba la demanda interna y, por lo tanto, el propio crecimiento económico.

La gran acumulación de capital en un número muy reducido de personas, eso que se ha llamado el 1 % de la sociedad, les lleva a buscar rentabilizar esa riqueza no en la esfera de la producción -limitada por la debilidad de la demanda-, sino en los circuitos financieros. Y aquí está la enorme fragilidad del modelo, porque en estos mercados financieros no se produce valor, no se genera más riqueza, sino solo especulación.

A primera vista, puede parecer una idea absurda, pero no lo es: la única forma de dar estabilidad al sistema, incluyendo a la parte financiera, es con un crecimiento real y sostenido de los salarios, que reequilibre el reparto de la renta en beneficio de la mayoría, del 99 %. Esa es la condición necesaria para impulsar el crecimiento de la economía real, de forma que producir bienes y servicios vuelva a ser la forma de generar beneficios.