No, no solo es Mas: ¡son los nacionalistas!

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

06 ene 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Artur Mas: se le señala, con razón, como el gran culpable de la bufonada en que se ha convertido la política catalana de los cinco últimos años. Quería pasar a la historia como héroe? y lo va a hacer como villano. Ha destrozado su partido y la gobernabilidad de Cataluña; elevado a grave discordia civil la brecha entre catalanes nacionalistas y no nacionalistas; y arruinado, quizá por muchos años, el buen nombre de un territorio que pasaba por ser la cabeza de la modernidad de España entera.

Es difícil encontrar en nuestra política de las cuatro últimas décadas un personaje tan irresponsable, funesto, vanidoso y, a la postre, vacío y majadero. Pero, ¡dejémonos de historias!, nadie podría haber hecho, él solito, tanto daño, de no haber contado con muchos partidarios en la política y mucho apoyo en la sociedad. Y es que, por más intranquilizador que nos resulte, el problema no es solo Mas: es el nacionalismo catalán. Para ser más exactos: son los nacionalismos interiores, hoy el principal factor de distorsión de la vida política española

Ernest Gellner abre su libro clave Naciones y nacionalismo con una frase que permite entender nuestro presente: «Para los nacionalistas constituye un desafuero político completamente inadmisible que los dirigentes de la unidad política pertenezcan a una nación diferente de la de la mayoría de los gobernados». Dicho en otros términos: la aspiración natural de los nacionalistas es convertir su territorio en un Estado.

Por eso los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos han utilizado siempre la autonomía, cada uno en la medida de sus fuerzas, para impulsar procesos de construcción nacional (y de paralela desnacionalización respecto a España) que, con un lugar privilegiado en la esfera de la lengua, han tenido como objetivo convencer a los habitantes de sus respectivos territorios no solo de que los nacionalistas eran sus partidos genuinos (propios, frente a las fuerzas españolas-extranjeras), sino de que ser nacionalista era la única forma de ser buen vasco, buen catalán o buen gallego.

Ese proceso iba a fracasar en Galicia de un modo estrepitoso; tuvo en el País Vasco un éxito parcial, como lo probó el final fiasco del plan Ibarretxe; y consiguió triunfar en Cataluña, gracias en gran medida a la profunda deslealtad de Maragall y del PSC, sin la que no es posible entender la delirante deriva de la sociedad catalana hacia el separatismo. Mas ha sido, a fin de cuentas, la punta del iceberg de ese impulso hacia la llamada construcción nacional en Cataluña (el cínico fer país); un iluminado que creyó, gracias al cerrado apoyo de muchos catalanes, que había llegado la hora de convertir a Cataluña en un Estado. La responsabilidad de tal delirio está, por esa razón, muy repartida, aunque ahora sea Mas -un tonto útil- el que se lleva todas las bofetadas de la guerra política, tan sucia como empecinada, que el nacionalismo lleva librando treinta años.