El acuerdo de París, un motivo para la esperanza

Francisco Javier Sanz Larruga TRIBUNA

OPINIÓN

15 dic 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Sobre las 19,30 del pasado sábado, 12 de diciembre, en el Centro de Convenciones de París-Le Bourget, concluyó la Cumbre sobre el Cambio Climático (también conocida por las siglas COP21), organizada por Naciones Unidas, tras diez días de agotadoras negociaciones para consensuar el texto definitivo del «Acuerdo de París». ¿Acuerdo histórico? ¿Final de la edad de las energías fósiles? ¿Nacimiento de la sociedad descarbonizada? ¿Insuficiente? ¿Farsa? Todas estas expresiones se han utilizado para calificar en estos días el resultado de la Cumbre tras su finalización.

Incluso habiendo seguido este histórico evento a través de Internet, debo confesar que fui contagiado por la emoción de los centenares de representantes de los 195 países que concurrieron a la Cumbre cuando, durante más de dos minutos, aplaudieron entusiasmados el resultado obtenido y, en particular, al presidente de la COP21, el francés Laurent Fabius y su equipo negociador de alto nivel. Qué lejos queda el fracaso de la cumbre celebrada en Copenhague en 2009 y quizá, ante el temor otro fiasco, los responsables de la cumbre tenían claro que, esta vez, no podían fallar.

Si se revisa el documento de 40 páginas, resultado del trabajo de la cumbre, con su primera parte programática y la segunda con el dispositivo «Acuerdo de París» (vinculante para las partes una vez que lo ratifiquen o aprueben y entre en vigor), cabe encontrar muchas indeterminaciones e inconcreciones sobre la aplicación de las diferentes medidas -de mitigación, de adaptación, de financiación, de cooperación?-que han de adoptarse, antes y después del 2020, para lograr el objetivo fundamental de «mantener el aumento de la temperatura mundial muy por debajo de 2º C con respecto a los niveles preindustriales». Algunos grupos ecologistas y expertos han incidido en esta crítica y no les falta parte de razón, pero, a mi juicio, el motivo de esperanza que nos abre el Acuerdo de París es que se trata de un compromiso, mejorable sin duda, que implica a todos los países del mundo sin excepción, por primera vez en la historia.

En un complejísimo encaje de bolillos la hábil diplomacia francesa ha sido capaz de convencer a todos para el consenso, desde los países desarrollados a los países en desarrollo, pasando por los países menos adelantados y los pequeños Estados insulares. Conscientes todos ellos de que, como señala la parte programática del Acuerdo: «El cambio climático representa una amenaza apremiante y con efectos potencialmente irreversibles para las sociedades humanas y el planeta y, por lo tanto, exige la cooperación más amplia posible de todos los países y su participación en una respuesta internacional efectiva y apropiada?». Quizá, como nunca se había dado en las negociaciones internacionales sobre el clima, había en el ambiente un clamor (incluida la insistente llamada del Papa Francisco), una favorable predisposición para llegar al Acuerdo.

¿Bastará el acuerdo para frenar las amenazas del calentamiento global? Es posible que no sea del todo suficiente y que requiera una profunda revisión en el futuro, pero en el éxito del acuerdo (dicho sea sin triunfalismos) han contribuido los mayores emisores de CO2, China y Estados Unidos, lo cual marca la diferencia con los intentos anteriores. No obstante, sobre estos países se abren inmensos desafíos como el de aplicar con efectividad en la República Popular de China la exigente normativa ambiental que demandan los ciudadanos en sus grandes y polucionadas ciudades; o la de vencer en Norteamérica las enormes reticencias de los republicanos ante las medidas de mitigación de las emisiones. También son colosales los retos a los que se enfrentan los países petroleros ante medidas que puedan comprometer sus recursos, salvo que se desarrollen tecnologías de secuestro de CO2.

Es la hora de actuar por parte de los Estados y, en especial, de los desarrollados. De actuar con solidaridad y equidad, y bajo el «principio de las responsabilidades comunes y diferenciadas» y en virtud de las «capacidades respectivas». Pero, también es, quizás, una llamada urgente a nosotros los ciudadanos, para que adoptemos -tal como se recoge al comienzo del Acuerdo- «Estilos de vida y pautas de consumo y producción sostenibles».

Francisco Javier Sanz Larruga es catedrático de Derecho Administrativo y profesor de Derecho Ambiental en la UDC.