El caso Alvia y las dos formas de instruir

OPINIÓN

08 oct 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

A pesar del tiempo transcurrido, el accidente del Alvia en Angrois sigue siendo una enorme catástrofe y una inconmensurable tragedia, que, si por una parte está llena de advertencias para los técnicos, también funciona como un generador de dolor para todos los afectados. Por eso debemos recordarlo con cariño y solidaridad, hasta que la madurez y la cordura nos ayuden a superarlo.

Pero desde la perspectiva judicial, el caso Alvia era, desde el principio, bastante simple, al haber una causa cierta y suficiente, y un responsable del error bien identificado. El Alvia se estrelló porque su maquinista incumplió una limitación de velocidad y, en vez de ir a 80, circulaba a 190 kilómetros por hora. Y aunque el accidente esté lleno de lecciones para ingenieros, políticos y ferroviarios, parece evidente que ninguna de esas enseñanzas es convertible en un delito penal que resulte singularmente imputable a todos los altos funcionarios de Fomento y del ADIF.

Por eso veo este caso como una magnífica oportunidad para reflexionar sobre las dos culturas judiciales que intervinieron en su instrucción, que ponen de manifiesto los graves efectos que tiene sobre la Justicia y la sociedad nuestra maniquea concepción de la función judicial. La primera de las culturas, representada por Luis Aláez, constituye una visión populista y mediática de la justicia, que, además de instruir al gusto de «la gente», entiende que cada juicio tiene que operar como un bálsamo de Fierabrás que lo deja todo planchado y niquelado. Y la segunda de las culturas es la que representa el juez Andrés Lago, que, aun a riesgo de ser acusado de otorgarle impunidad a las decenas de imputados de Aláez, resuelve el problema en sus justos términos, con rigor jurídico impecable, sin estrellatos, y ejerciendo con profesionalidad la función para la que está especializado y por la que cobra cada mes.

Lo malo -más allá de retrasos, confusiones e ineficiencias- es que la opción Aláez, que cocinó la instrucción en tinta de calamar, deja el caso emponzoñado. Porque la enorme nube de ciudadanos que piensa que imputar con la ametralladora es una lucha contra la impunidad y un consuelo para las víctimas, se instala ahora en la convicción de que no hay justicia, de que la Justicia está supeditada al poder, y de que, en la frecuente contraposición -estilo western- entre jueces buenos y jueces malos, siempre ganan los malos.

Para hacer lo que hizo ayer el juez Lago Louro, que recondujo la instrucción hasta imputar solo al maquinista, hace falta ser muy riguroso, muy honrado y muy valiente. Para hacer lo que hizo antes Aláez -descarrilar el proceso en su primera curva-, solo hace falta el deseo de llegar a la fama a toda velocidad. Por eso me parece importante recordar que, en este atribulado y desorientado sistema judicial, sigue habiendo magníficos jueces.