Lengua y Estado, el gran timo del secesionismo

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

28 ago 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

La polvareda levantada hace unos días por el conseller de Justicia de la Generalitat de Cataluña con su abierto irrendentismo sobre «la Cataluña Norte, el País Valenciano, la Franja y Baleares» -ese invento político chiflado que los nacionalistas denominan els països catalans-, solo ha sorprendido a los que desconocen la estrambótica visión de la lengua que, como elemento definidor de lo que ellos mismos califican como naciones sin Estado, comparten en España los nacionalismos periféricos. «Cataluña no se olvida del resto de territorios de habla catalana», proclama el conseller Gordó, insistiendo en el papel decisivo del catalán como factor unificador del nuevo Estado con el que sueñan (más bien deliran) los secesionistas.

Y es que Gordó, y con él cientos de miles de independentistas en Cataluña, Galicia o el País Vasco, comparten la berroqueña convicción de que tener una lengua vernácula (lo que, sentando un precedente tan grave como errático, varios estatutos llamaron en su día «lengua propia») constituye la clave de arco sobre la que convergen los restantes elementos de la reivindicación secesionista. Por eso Gordó ha subrayado que «la construcción de un Estado no debe hacer olvidar a la nación entera», es decir, la que viene delimitada por una lengua compartida.

Siendo ello así resulta absolutamente sorprendente, incluso chusco, que, en lógica consecuencia con tal forma de pensar, la condición estatalizadora que se otorga al catalán, al gallego o al euskera se le niegue, sin más y sin dar ni una sola explicación, al castellano, que se habla en toda España y en alguno de sus territorios (el País Vasco) de una forma muy mayoritaria.

Para entendernos: según los nacionalistas, el catalán es la madre nutricia de una nación que, sin embargo, forman territorios que no han constituido una unidad política jamás y cuyos habitantes se sienten muy mayoritariamente de sus comunidades y de la nación realmente existente -España-, de la que todas ellas forman parte. Pero, al mismo tiempo, según esos mismos nacionalistas, ¡hale hop!, la lengua que se habla en toda España no sirve, sino todo lo contrario, para conformar una entidad unificada, que, en contraste con las que ellos se inventan o imaginan, lleva existiendo medio milenio como Estado (uno de los más antiguos de nuestro continente) y está poblada por millones de personas que a lo largo de centurias han dado muestras más que sobradas no solo de su conciencia de formar parte de una nación sino también de su clara voluntad de mantenerla.

Tal pensamiento, construido sobre un sofisma absurdo y, por ello, insostenible, resulta tan estrafalario que llama la atención que gentes muy diversas -incluso no nacionalistas- le concedan más importancia que la que merece una falsedad que no por repetirse una y mil veces adquiere el rango de verdad.