Urbanismo y austeridad

Carlos Nárdiz Ortiz FIRMA INVITADA

OPINIÓN

31 jul 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

C on este título, publicaba en 1978 el urbanista italiano Campos Venuti un libro sobre su experiencia en la intervención en centros históricos como el de Bolonia, y que pretendía extender a las operaciones de reforma y transformación de los barrios periféricos surgidos después, con baja calidad edificatoria y urbana. El libro tuvo una gran aceptación en los nuevos ayuntamientos democráticos españoles, en donde la ilusión por transformar las condiciones de vida de los barrios residenciales construidos anteriormente era una de las demandas principales (junto con las políticas) de los movimientos sociales que surgieron entonces reivindicando otras formas de construir la ciudad. Él mismo fue asesor del Plan General de Madrid de 1985, que apostó por la rehabilitación y la regeneración urbana y que se convirtió en modelo de los planes de urbanismo de otras muchas ciudades, incluida A Coruña en el documento de 1984, aunque la nueva corporación que entró entonces (a diferencia del Gobierno anterior) comenzó a apostar claramente por la expansión. En la España de mediados de los ochenta, la doble alma del Gobierno socialista había dejado en manos de los ministros que apostaban por la liberalización la salida de la crisis económica a través del mercado de la construcción; es verdad que en esos momentos también con viviendas sociales para resolver los problemas de marginalidad que todavía afectaban a muchas periferias de las ciudades, incluida Madrid.

Fue entonces cuando los nuevos planes, a partir de finales de los años ochenta, recalificando suelo urbanizable en continuidad o discontinuidad con los tejidos existentes, con nuevos barrios que cumplían con los estándares urbanísticos que establecía la ley, consiguieron que amplias capas de población accediesen a la propiedad (frente al alquiler anterior) a costa de unos altos intereses, y en donde la promoción inmobiliaria, apoyada por los bancos, fue impulsando nuevas urbanizaciones acompañadas por la propia Administración a través de nuevas infraestructuras viarias y servicios urbanos financiados con presupuestos públicos, que no repercutían en los costes privados de urbanización. Planes, por tanto, que fomentaron las políticas de expansión, y que nada tenían ya que ver con la austeridad anterior, con la excepción de algunos, como el de Santiago de 1989.

La vivienda, que la Constitución reconocía como un derecho, pasó a ser un valor de cambio, en donde la ley estatal de 1998, que declaraba urbanizable todo lo que no estuviera protegido, no hizo más que refrendar la orgía inmobiliaria en la que habíamos entrado, en la que participaban desde el pequeño propietario a la propia Administración, a todas las escalas. El derecho a la vivienda se convirtió en un derecho a participar en un proceso especulativo, con la vivienda convertida en un producto financiero más (incluso para la financiación de la Administración local) que no tenía más escenario que algún día hundirse, con sus consecuencias sociales y económicas, por haber abandonado, a diferencia de otros países europeos, la austeridad. La situación hoy es de cerca de tres millones y medio de viviendas vacías y una oferta de suelo urbanizable para construir nuevas viviendas que no se agotará en décadas. Es verdad que las plusvalías del desarrollo urbanístico permitieron también operaciones de intervención en las villas y ciudades que recuperaron espacios públicos para los habitantes, y una apuesta por parte de la Administración por el transporte público (como en Madrid), al servicio de los nuevos barrios, que era impensable anteriormente.

Lo que ha ocurrido en las recientes elecciones municipales, en un escenario todavía de crisis económica, financiera y del mercado de la construcción, ha hecho aflorar otra vez reflexiones sobre las ciudades, incluso sobre la participación pública de los ciudadanos en las decisiones sobre los proyectos urbanos (frente a la imposición anterior de soluciones no consensuadas con los habitantes) que recuerdan planteamientos de comienzos de los años ochenta, cuando el urbanismo era un arma con capacidad transformadora de las condiciones sociales, incluidas las de aquellos que no podían acceder a las viviendas, por no poder hacer frente a un crédito insostenible en el tiempo. La austeridad, que puede apoyarse hoy en leyes como la del 2013 sobre rehabilitación, regeneración y renovación urbana, parece que se terminará imponiendo como una forma de construir la ciudad en el medio y largo plazo, que aleje el peligro (olvidando la historia) de subirnos otra vez al caballo veloz de la construcción por no saber encontrar otras alternativas, a pesar de la buena voluntad de las recientes declaraciones políticas.

Es también sobre estos planteamientos del desarrollo urbano, sobre los que habrá que buscar un consenso legislativo en Galicia, en donde el Anteproxecto de Lei do Solo de Galicia que lleva tramitándose desde hace casi dos años, tendrá que revisar la exposición de motivos, apostando frente a la expansión por la rehabilitación y regeneración; frente a la dispersión, por la continuidad con lo edificado; frente a la autonomía municipal de los documentos de planeamiento, por los planes territoriales que los condicionen y que protegen y ordenen valores paisajísticos y ambientales que rebasan la escala municipal; frente al mantra del «feísmo arquitectónico», pensando en el rural, por la limitación a la densificación de las áreas urbanas y por la protección del patrimonio edificado de las villas y ciudades; frente a la diseminación suburbana de la ocupación del rural, por la calidad urbana de lo concentrado. Retos, por tanto, para un urbanismo futuro basado en la austeridad y no en la expansión, que pueden ser contradictorios con la apuesta de la Administración por los planes sencillos.

Carlos Nárdiz Ortiz es doctor ingeniero de Caminos, canales y puertos