El despropósito de los exámenes de enero (II)

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

26 ene 2015 . Actualizado a las 12:21 h.

Ayer terminaron los exámenes del primer cuatrimestre en nuestras universidades y me temo que solo lo sentirán los farmacéuticos, por la previsible caída de la venta de tranquilizantes y analgésicos para los dolores de cabeza. Y es que esos exámenes no son solo un despropósito por las fechas en que se desarrollan (inmediatamente después de las vacaciones navideñas, locura sobre la que ya he escrito en este espacio) sino por la forma insensata en que está diseñado el calendario de las pruebas. Veamos. En dos semanas y media, en el mejor de los casos, los alumnos deben examinarse de cinco, seis y hasta ¡siete asignaturas! Como no todos las pruebas han empezado el día 8 (sino después) y acabado el 24 (sino antes), en Galicia han sido miles (y docenas de miles en España) los alumnos que han tenido los exámenes con una separación de uno o dos días, lo que supone un auténtico dislate. ¿Por qué? Porque -estoy harto de tener que repetirlo-,la Universidad no es la enseñanza primaria o secundaria. En la Universidad los alumnos se enfrentan a programas de gran amplitud y dificultad, de modo que, incluso aquellos que llevan al día las materias -muchísimos más de los que la gente se imagina- tienen que hacer, antes de examinarse, eso que coloquialmente llamamos repasar, algo imposible cuando un montón de exámenes se encabalgan, sin solución de continuidad, en diez o doce días. Pero es que hay más. Un alumno, como cualquier trabajador, necesita un tiempo de descanso entre examen y examen para poder recuperar fuerzas físicas y, lo que muchas veces no es menos importante, psicológicas. Obligar a chavales de entre 18 y 22 años a repasar una asignatura la tarde del día cuya mañana se han examinado de otra no es solo una crueldad: es algo pedagógicamente demencial, que suele provocar, al mismo tiempo, fracaso académico y sufrimiento personal. Si a todo ello le añadimos el hecho de que la previsión de Bolonia según la cual la nota del examen no debería significar más que una parte de la calificación final es, casi siempre, un cuento chino, tenemos un panorama pavoroso: los alumnos las pasan canutas para aprender lo que no tardan luego en olvidar; y no pocos profesores se desesperan tratando de corregir en lo posible los efectos funestos de la aplicación del no menos infausto Plan Bolonia. Una estructura de exámenes anuales más espaciados es mucho más racional, pues los alumnos pueden combinar el estudio con porciones intercaladas de ocio y de descanso. No hay más que mirar hacia las universidades a las que nos gustaría parecernos para descubrir que allí los calendarios de exámenes son bastante más flexibles y los graduados salen mejor preparados que en esta nuestra que estamos destruyendo con una combinación malsana de grandes principios y una desmoralizadora realidad.