El hombre que daba portazos

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa FARRAPOS DE GAITA

OPINIÓN

28 sep 2014 . Actualizado a las 05:00 h.

La de dimisionario es una profesión sobrevalorada. Tal vez por su escasez estadística o quizás porque los periodistas cada vez que acariciamos o aporreamos el teclado -cada uno toca el teclado como lo que es- tenemos sueños húmedos con hacer dimitir a alguien. A quien sea. Es una obsesión periodística como otra cualquiera. Otros sueñan con fundar una escuela literaria o entrar gratis en los partidos de fútbol y los conciertos de Shakira. Cuestión de prioridades.

Todo viene, claro, del Watergate y, sobre todo, de la peli del Watergate, que llevó a mucha gente a una vocación equivocada, porque se creyeron de verdad que el periodismo era ir por la vida provocando dimisiones a diestro y siniestro y luego se encontraron, con suerte, haciendo una entrevista de baño y masaje a un entrenador de Regional Preferente.

Por culpa de esta manía tan nuestra, está dimitiendo todo el mundo. Han dimitido el papa, el rey, el seleccionador nacional de baloncesto, un ministro del Gobierno de España y hasta el presidente de TVE (menos mal que Bob Esponja, que a fin de cuentas es el que importa, resiste aferrado a su espumadera). A este paso le va a dar por dimitir a los presidentes de los equipos de fútbol, aunque para eso igual hay que resucitar a Asimov y su ciencia ficción.

El dimisionario es un ser de leyenda o de la mitología griega. Un superhéroe cuyo único superpoder tangible es su habilidad para dar portazos. Al exministro de Justicia no le gustaba nada tener jefe y por eso siempre andaba amagando con dar el portazo. Ya había amenazado con largarse cuando vio que no estaba en las listas al Congreso del 2008. Ahora ha agarrado la puerta por los goznes, la ha desencajado y se la ha llevado a casa porque no le gusta tener jefe. A él lo que le gustaba era ser el jefe de sí mismo. Por eso fue un alcalde presidencialista y un presidente de la comunidad presidencialista. A lo Miterrand. Los jefes, y no los otros, son el infierno, piensa este heredero de Sartre con pinta de eterno niño chaponcete.

Pero claro, si no te gusta tener jefe y lo que te mola es andar dando portazos por las esquinas, lo mejor es que emigres, como Thoreau, a una cabaña a la orilla del lago Walden y te dediques a cultivar tus legumbres y tus libros.

Con o sin Gallardón, nunca deja de asombrarme la extraña mezcla de Shakespeare, Cervantes y Amanece que no es poco que es este país llamado España. De hecho, creo que a veces a los guionistas de la realidad se les va la mano con España.