Esa tibieza que todo lo destruye

OPINIÓN

17 abr 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

En Santiago, que tiene nombre de apóstol, que surgió y vive de su catedral, que tiene muchos barrios con nombres de santos, que está entreverada de conventos, cruceiros y petos de ánimas, y que tiene la práctica totalidad de sus instituciones públicas en edificios que fueron construidos por la Iglesia y llevan -como San Caetano- nombres de santos, existe una oferta gastronómica de los hosteleros, hecha a base de los tradicionales manjares de la Semana Santa, pero sin explicar para nada qué es y en qué contexto tiene sentido.

También existe un ciclo de conciertos que se hace sobre todo en las iglesias, que utiliza algunos de sus magníficos órganos y rescata viejas partituras de los maestros que tuvo la catedral, pero que, en vez de proponer música religiosa propia del tiempo y el lugar, adoptó el ambiguo nombre de músicas contemplativas, «una serie de conciertos, representativos de diversas sensibilidades culturales y espirituales», como si el mayor tesoro cultural del mundo, que es la música compuesta en torno a los misterios de la Semana Santa, tuviese que ser legitimado por una denominación desvaída y por instrumentos exóticos.

Se trata de buenas iniciativas -la de la música es excelente- que al ser pregonadas con un deje de laicismo yuppie pierden sentido y oportunidad, limitan su atractivo a una rareza acomplejada, y son incapaces de competir con los que por estas mismas fechas ofrecen pura Semana Santa -Zamora, Sevilla, Málaga, Murcia, Cuenca y mil pueblos más-, o los que -como Canarias, Benidorm, o Salou- articulan su oferta a base de playa, chiringuito y discoteca. Las bebidas, decía el Maestro, o frías o calientes, porque «si eres tibio te arrojaré de mi boca».

Que cada cual hace lo que quiere es, en España, una evidencia palmaria. Y que a muchos les ha dado por superar los significados de este tiempo primaveral arraigado hasta los tuétanos en la vida de la gente, en los calendarios laborales, en la gastronomía popular, en los silencios cortados por enormes bullas y sonidos de tambores y cornetas, y hasta en la elegancia del vestido que millones de personas estrenan por Ramos o por Jueves Santo, es una verdad igual de contundente. Pero lo que a mí me parece más sano, auténtico e inteligente es dejarse llevar por el flujo del tiempo y la cultura, respetar la fe de los que viven este momento del año con singular intensidad, y evitar que un folclore oficialista y ambiguo pierda el encanto de lo que es auténtico y quede a años luz de lo que es sublime.

Nadie está obligado a colaborar con lo que no quiere, ni a prolongar ritos en los que no cree ni desea participar. Pero todos deben saber que las alternativas y los sucedáneos no funcionan, y que si no se hace una buena Semana Santa es mucho mejor no hacer nada. Porque la nada también es auténtica y atractiva.