Dos hombres para un destino

Pablo Mosquera
Pablo Mosquera EN ROMÁN PALADINO

OPINIÓN

26 mar 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

En las puertas de la primavera XIV del siglo, dos hombres que dejan huella imperecedera emprendieron el último viaje, del que nunca se ha de tornar -Machado-. Pero no se han ido ligeros de equipaje. Se llevan la admiración del pueblo que les vio estar como servidores para poder hacer.

Iñaki Azcuna. Amigo, compañero de profesión, coincidente en tareas sanitarias y parlamentos. Hombre culto y decente. Amante de los clásicos. Hombre del norte. Alcalde de un nuevo Bilbao.

Adolfo Suárez. Hizo que mi generación pasara por tres etapas. Correr delante de los grises en la Complutense del 68. Vivir con el alma en vilo aquella tarde que camino de mis clases en la Universidad Pública Vasca me detuve para escuchar los disparos en el Congreso de los Diputados. Disfrutar de la luz con la democracia en la que los de mi generación -nada tenemos que ver con la Guerra Civil- salimos cantando libertad.

Azcuna, universitario en el mejor sentido de la palabra, bueno. La primera vez que coincido con el, pertenecía a la Mesa de Hospitales, desde donde quería cambiar los defectos de la asistencia sanitaria, hacerla eficiente, sin corruptelas, como servicio público esencial. Pero era mucho más que un médico comprometido. Era un melómano y un lector impenitente. Inteligente por su rapidez mental y su sentido del humor. Paisano de los de mirada clara, de los de vehemente vocerío, necesario para decir verdad. Políticamente incorrecto.

Suárez era un universitario pícaro. Con una extraña fuerza en la mirada. Elegante en el gesto, afable como nadie con el teléfono y en el abrazo. Los dos hombres a los que mejor les sentaba el humo del cigarrillo han sido Humphrey Bogart y Adolfo Suárez. Capaz de cautivar a unos y otros, hasta que los compañeros de aventuras decidieron que ya no les era útil. Prestidigitador entre galernas para hacer posible lo imposible. Había aprendido la fuerza que se puede transmitir desde un primer plano de la televisión, entre el color azul claro de sus camisas y las pausas poéticas de su discurso.

El castellano hijo de gallego podía haber sido un personaje del Quijote, luchando contra truhanes y malandrines, quizá por conocerlos mejor que nadie. El vasco, como Pío Baroja, un montañero camino del Gorbea para divisar una nueva Euskal Herria, un Bilbao liberal, donde las viejas factorías dejaron sitio al Guggenheim y al Euskalduna.